Ignacio Camacho-ABC

  • La vacuna de AZ despierta suspicacias porque los encargados de transmitir calma han perdido el crédito de su palabra

Pero cómo demonios no va a sentir la gente aprensión por ciertas vacunas después de un año de trolas o, en los casos más bienintencionados, de errores. Si las pautas tranquilizadoras vienen de los mismos que empezaron quitándole importancia al Covid, luego desaconsejaron las mascarillas, más tarde manipularon las cifras de muertes y por último prometieron una cascada de inyecciones. Si la propia ciencia, pese a haber obrado el prodigio de obtener un fármaco inmunizador en pocos meses, va aprendiendo sobre la marcha el comportamiento del virus y aún no ha hallado un remedio terapéutico de eficacia satisfactoria. Si la población lleva meses asistiendo a un espectáculo de caos, ocultación, contradicciones e incompetencia. Si las instrucciones emanadas de meros funcionarios

al servicio del Gobierno se han hecho pasar por criterio de expertos. Si las autoridades sanitarias dan bandazos sobre los grupos a los que aplicar unas u otras marcas y han llegado a cambiar de opinión varias veces en una semana. Si los encargados de transmitir serenidad, razón y calma, se han revelado incapaces de generar confianza y han perdido con sus actos la presunción de veracidad de su palabra.

Yo me voy a poner AstraZeneca en cuanto me llamen, que espero sea pronto. Lo haré porque después de haber leído y oído decenas de informaciones comparativas, estadísticas clínicas y datos a menudo contradictorios, temo más acabar en la UCI por la neumonía bilateral del maldito ‘bicho’ que por un improbable trombo. Pero antes del descalzaperros que han armado quienes pretendían convencernos de su conveniencia aguardaba esa citación cargado de optimismo, casi de euforia, y ahora la recibiré, como tantos otros, sin poder evitar un punto de desasosiego o una cosquilla de zozobra; resignado ante la certeza de que es la que me toca. Y la culpa de ese recelo no la tiene la vacuna sino la disparatada gestión de sus presuntos riesgos. La evidencia de que durante todo el curso de la pandemia hemos vivido bajo una sucesión de encubrimientos, chapuzas, falacias y, en el supuesto más benévolo, palos de ciego fruto de un inquietante desconcierto.

Así hemos llegado a un momento en el que el ciudadano tiene motivos para sentirse indefenso, sin más guía que su responsabilidad o su intuición, porque la jerarquía pública ha malversado su crédito. Porque cuando el tal Simón, o cualquier otro portavoz oficial, recomendaba algo, un sexto sentido de supervivencia impelía a hacer exactamente lo contrario. Porque antes que el antídoto farmacéutico nos han inoculado anticuerpos de prevención psicológica contra el engaño. Y porque entre todos han conseguido la imperdonable hazaña de convertir una perspectiva prometedora en una fuente de alarma. De sembrar de dudas, entredichos y suspicacias el único indicio objetivo sobre el que podemos aferrarnos a una esperanza.