EL FISCAL del Tribunal de Cuentas acaba de concluir que Artur Mas utilizó fraudulentamente fondos públicos para el referéndum del 9 de noviembre. Como escribo en Madrid, y en vísperas castizas, dudo entre nunca es tarde si la dicha es buena o a buenas horas mangas verdes. La malversación de Artur Mas es uno de los grandes asuntos de nuestro tiempo. De hecho, lo es el propio Mas, el cerebro e impulsor del Proceso, que a día de hoy sigue gozando de la libertad necesaria para maquinar nuevas hazañas contra la democracia. En la historia contemporánea no se ha dado el caso de un golpista derrotado que haya gozado de mejor trato por parte de la Justicia. Hasta tal punto que es legítimo preguntarse si no se trata, en realidad, de un golpista vencedor. La malversación de Mas ni siquiera ha podido juzgarse penalmente. El fiscal Emilio Sánchez-Ulled no la incluyó en los cargos por los que el ex presidente se sentó en el banquillo y dedicó mucho esfuerzo a justificarlo. Se requiere de la cara más siniestra, pero no por ello menos meritoria, del Derecho para justificar que un referéndum ilegal se pagó con un uso recto de los fondos públicos. La picapleitesía de Sánchez-Ulled, que llegó a extremos de gran ceremonia formal en el propio juicio a Mas, solo oscurecía en docta jerga las instrucciones políticas recibidas de su superiora jerárquica de entonces, la fiscal del Estado Consuelo Madrigal. Debía evitarse que Mas fuera a la cárcel y como la malversación llevaba tan recto no hubo más remedio que cortar por lo sano.
De modo que la nueva y prodigiosa situación que vive ahora el Estado de Derecho español consiste en que un órgano jurídico llamado Tribunal de Cuentas concluye que un ex presidente de la Generalidad fue autor de un grave delito, cuya pena –luego veremos– puede alcanzar los nueve años de cárcel. Pero esa conclusión no va a tener consecuencias penales, porque otro órgano jurídico, la fiscalía general del Estado, decidió hace tiempo que las actividades ilegales de Mas no encajaban en el tipo penal de malversación. Se comprende perfectamente la irritación de los jueces españoles con las decisiones del tribunal alemán que puso en libertad a Puigdemont; pero sería conveniente que reservaran algo de esa irritación para encarar las desmoralizadoras contradicciones propias.
Pero, en fin, me he desviado: yo solo quería escribir una columna para comunicar al público lector que este lunes el Tribunal Supremo condenó definitivamente a la consejera valenciana Milagrosa Martínez a nueve años de cárcel por la adjudicación irregular de un estand de feria a la empresa Orange Market.