Hoy cumple 100 años Henry Kissinger, en palabras de Gore Vidal, el mayor criminal de guerra que anda suelto por el mundo. Con probable seguridad no merecerá artículos de consideración, ni homenajes de reconocimiento, apenas un apunte biográfico que tratará de aliviar el peso de la historia o una reseña por su último engendro histórico pródigo en páginas, en el mejor de los casos dictado que no escrito. Este siglo lleva su huella, algo tan insólito que trasciende las urnas electorales de una campaña fétida. Vivir durante cien años y hacerlo desde el poder casi absoluto es un privilegio reservado a muy pocos, tan pocos que sería difícil encontrar un caso similar en el que se aunara el derecho a matar en masa y al tiempo poder mirar hacia atrás con ese aplomo y seguridad que otorga la impunidad de creer que nadie ha nacido en esta época, que es el suya, capaz de avergonzarle. Una leyenda viva y blindada.
¿Una semblanza? No cabe. ¿Antecedentes? No tiene. Habrá quien se conforme en la pedantería académica recurriendo a su tesis doctoral, su primer escalón hacia el poder. La hizo sobre Metternich, aquel aristócrata de la Viena imperial, que no sólo se sentía a gusto con ser conservador, como Tallleyrand que se conformaba con detener la historia, lo suyo estaba en devolverla a los pasados siglos, la ambición de un reaccionario. Mientras el Conde Metternich ya nació hijo de poderoso diplomático, cuando se entendía por tal la implacable acumulación de reinos y bienes para sí y para los emperadores que les otorgaban una parte en los repartos de familia, no es el caso de Kissinger. La única comparación posible, y traída por los pelos, se refiere a nosotros los españoles, porque mientras uno promovió que la Santa Alianza acabara militarmente con nuestro modesto Trienio Liberal, el otro, pasado un siglo largo, suministró el respaldo a la Marcha Verde marroquí que ocupó el Sahara occidental tras los estertores de Franco.
Por lo demás, ningún parecido. Hijo de un maestro de escuela judío y una ama de casa, que vivió en Baviera y en alemán hasta los 15 años que llegó a los Estados Unidos huyendo del nazismo. Se hizo ciudadano norteamericano en vísperas de la Guerra Mundial y a partir de ahí el meritoriaje. Harvard, Columbia y Georgetown, salpicadas de experiencias en el campo de la Inteligencia Militar. Le detectaron maneras porque ya en 1951 lo hacen asesor de la Corporación Rand, el mayor grupo armamentístico del mundo, suministrador privilegiado del gobierno de los EEUU.
Nunca cedas lo que acabas de conseguir y desdeña lo que puedan pensar de ti, porque al fin y a la postre no eres sino el poder que manifiestas
Asesinado Kennedy el mundo pasó a las manos de los presidentes Johnson, Nixon y Gerald Ford; a su lado siempre el incombustible Henry Kissinger. Su cuaderno de guerra no hay general que lo iguale. Vietnam, Camboya, Pakistán, Angola… Es el lado caliente de la Guerra Fría, donde se mezclaban de manera intermitente y diabólica los frentes de batalla y las conversaciones de paz con el telón de fondo del otro cómplice, la Unión Soviética. Los bombardeos y la devastación -sólo en Vietnam y Camboya se descargaron más que sobre Japón durante la II Gran Guerra-. en ocasiones tuvo su lado tragicómico. Las ansias mundiales por dar por terminada aquella desigual batalla logró un alto al fuego que concedió a Kissinger y al líder vietnamita Le Duc Tho el Premio Nóbel de la Paz, en 1973. El Acuerdo que se firmó en París fue tan breve que no resistió la embestida de los intereses y los negociadores se encontraron ante la equívoca tesitura de ser al tiempo nóbeles de la Paz y jefes de la Guerra. El vietnamita devolvió el título pero Kissinger se lo quedó. Una muestra, no de su concepción del mundo sino de sí mismo. Nunca cedas lo que acabas de conseguir y desdeña lo que puedan pensar de ti, porque al fin y a la postre no eres sino el poder que manifiestas.
En Asia se consagró como talento de estadista corsario. Implacable en la extensión de la guerra en la península Indochina y habilidoso para tejer una relación privilegiada con la China de Mao. El gesto merece algo más que elogios porque azuzaba el enfrentamiento de los chinos con los soviéticos y aislaba aún más a los vietnamitas. La foto de Kissinger en 1972 con Mao Tse Tung y Chu En Lai al fondo es para enmarcar. Se hizo emblema y marcó el punto más alto de la política exterior de los EEUU en una época que lindaba con el Watergate y Latinoamérica.
La Operación Cóndor resulta difícil de creer si no hubiera sido una realidad incontestable y documentada
No es fácil para un hispanohablante recordar los años de Kissinger fuera del dolor por la tragedia y el crimen. El Cono Sur se convirtió en la selva de la impunidad. Las cintas magnetofónicas y mensajes desclasificados recientemente muestran cómo se organizó el golpe contra Salvador Allende desde el día de su menguada victoria electoral (un 36,3% frente al 35,5 del conservador Alessandri). Con el primer minuto se puso en marcha el golpe militar. Lo supervisó Kissinger personalmente. Fue el comienzo de una matanza que se iría ampliando a Argentina, Uruguay, Brasil… La Operación Cóndor resulta difícil de creer si no hubiera sido una realidad incontestable y documentada.
Kissinger alentó a Pinochet para una tiranía sangrienta que duraría 17 años. Incluso fue capaz de encubrir el atentado que volaría el coche y la vida de un diplomático chileno ante la Casa Blanca, Orlando Letelier. Sucedió para mayor escarnio a las puertas de su domicilio, en el mismo Washington. Uno más de una lista interminable cuyos efectos duran aún. Las patrañas de un charlatán como Fidel Castro y su contrarrevolución interminable no justifican nada. Cada crimen lleva la huella del asesino.
En 1979 Carlos Saura dio a luz una película inolvidable con guion de Rafael Azcona. Aún vivíamos en plena Transición y el filme tenía mucho de retrato familiar de dos épocas que costaba distinguir, la que sobrevivía y la que aspiraba a cambiar entre miedos y cambalaches. La tituló “Mamá cumple 100 años” y allí estaba una característica Rafaela Aparicio en estado de gracia, un Fernando Fernán Gómez disfrutando en actor soberbio, y hasta un grande argentino exiliado por los efectos Kissinger, Norman Briski. No hay ninguno, ni los actores modestos, que no tenga su secuencia de gloria. La música de Luis de Pablo, entre una marcha militar de Ruperto Chapí, un lied de Schubert y unas sevillanas cantadas y bailadas. Pero habrá de ser la señora que cumple el siglo la que sentencie el resumen de su tiempo: “¡Cuánta crueldad!”