EL PAÍS 23/05/15
FERNANDO SAVATER
Cierto día paseaban por un parque Unamuno y el sonoro poeta Francisco Villaespesa. Al pasar junto a un estanque, Villaespesa se entusiasmó: “¡Qué preciosas esas flores que flotan sobre el agua! ¿Sabe usted cómo se llaman, don Miguel?”. Y éste, zumbón: “Son nenúfares, Villaespesa. ¡Nenúfares! De esos que salen tanto en sus versos…”.
A menudo el nombre imponente de las cosas nos hace incapaces de verlas cuando las tenemos delante. El derecho a decidir, por ejemplo. Se habla tan apasionadamente de él que ya casi nadie sabe en qué consiste. Para unos es una reivindicación negada perversamente por el imperialismo español; para otros no existe más que en la imaginación conspiratoria de los separatistas. Cuando lo tenemos delante no lo vemos. ¡Claro que existe! Es la base democrática que constituye al ciudadano. Pero la ciudadanía la concede el Estado de derecho y es igual para todos, no depende de territorios, diferencias culturales o folclóricas ni leyendas ancestrales. Todos en democracia tenemos derecho a decidir, pero nadie tiene derecho a decidir que el resto de los ciudadanos no puede decidir políticamente sobre tal o cual región patrimonializada por unos cuantos.
El derecho a decidir es lo que mañana van a ejercer todos los españoles que lo deseen. Y lo harán dentro de la ley que enmarca su ciudadanía. Sin garantías de que decidirán con acierto: unos votarán a los honrados y sensatos y otros volverán a refrendar a los corruptos; unos querrán conservar lo que creen bueno y otros reformar lo que les parece malo y podrido; habrá quienes opten por los dialogantes dispuestos a pactar y otros preferirán la mayoría invulnerable; en mi vecindario, algunos votarán por palurdos homicidas. Así es el derecho a decidir: incierto como la libertad.