DAVID GISTAU-ABC
El argumento de Junqueras se basó en la convicción de que todas las minucias del Código Penal debían ser postergadas
LOS presos originados por la corrupción son más llevaderos porque, al carecer de coartadas mesiánicas, ni se ponen cursis ni dan la tabarra. No remiten poemas desde la cárcel de Reading, no se quejan ni del punto de cocción de la hamburguesa. No se animarían jamás a pretenderse prisioneros de conciencia. Como mucho lamentan la exposición en el cepo, la «pena de telediario» que parecía concebida para enfriar el resentimiento social y renovar el desahogo de los lanzamientos de hortalizas al paso de la carreta. Siempre pongo de ejemplo a Bárcenas, que salió de su encarcelamiento provisional, del cual no le perdonaron un día, con el mismo peinado, con el mismo peso y con la misma expresión, sin destrozos internos apreciables y sin practicar la autocompasión. Creo que se fue directamente a esquiar.
Los presos del golpe indepe, por el contrario, son víctimas de un síndrome que entró en España a través de Otegui: el de Mandela. Lo hemos comprobado ahora con Junqueras, que debió de activar todos los detectores de metales del Supremo, ya que llevaba clavada en el pecho la espada que no habrá de blandir contra el César, o algo así, improbable Espartaco en su Vía Apia. La cárcel potencia en estos presos la sensación de deberse a un destino y a un pueblo, a toda una rapsodia por la cual les vienen las penalidades que los consagra como a Mandela, o como a paladines a los cuales la historia absolverá. Aquí es cuando se ponen pesados. No ya por el intento de victimizarse como represaliados políticos pese a la dificultad de pasar por esto en una democracia europea. Sino por el hecho de atribuirse un papel histórico pendiente de ser desempeñado y ante el cual no hay un magistrado capaz de poner obstáculos legales. Más allá de su intento de refugiarse en el cliché del «hombre de paz», del cual abusó Otegui cuando hasta Zapatero lo consideraba como tal, el argumento de Junqueras se basó en la convicción de que, al estar reclamado por la política y por la historia, todas las minucias del Código Penal debían ser postergadas.
El destino manifiesto como gran eximente. Algo que no está al alcance del preso común. Y que tampoco lo estuvo de los cautivos del 23-F, para quienes el juego terminó al mismo tiempo que su fracaso en San Jerónimo: no se atribuyeron misiones por completar que hasta un juez debía reconocerles. En unas circunstancias más dramáticas, pues aludían a asesinos en serie, fue la época de Zapatero y su negociación con ETA la que fijó la convención nociva de que la ley debía adaptarse a la urgencia política. Como un posibilismo inmoral y envenenado por el cual se llegó a decir que, una vez cambiado el contexto político, es absurdo exigir a un asesino que cumpla condena por sus muertos. O a un golpista por sus actos. Que esta convención no se haya convertido en un tópico español se debe a los magistrados como los del Supremo, inmunes a la literatura y a los papeles históricos, apegados a la consideración jurídica. Mandelas, hay que joderse.