Javier Tajadura-El Correo

En un Estado democrático, las reuniones no tienen que ser autorizadas

Cuarenta años de democracia no han sido suficientes para que algunos dirigentes políticos y medios de comunicación dejen de utilizar una expresión que solo tiene cabida en estados dictatoriales: manifestaciones autorizadas. El derecho de reunión y manifestación es un derecho fundamental imprescindible para la existencia de una sociedad democrática. Una de las diferencias esenciales entre un Estado democrático y otro que no lo es reside en que en el primero las reuniones y manifestaciones no tienen que ser autorizadas, sino únicamente comunicadas a las autoridades. El régimen de autorización previa de las manifestaciones es incompatible con un Estado democrático. En el marco de la Constitución de 1978 el poder público no tiene que autorizar las manifestaciones. Ahora bien, como ningún derecho es absoluto o ilimitado, el artículo 21. 2 de la Constitución dispone que la autoridad gubernativa puede impedirlas en determinados casos: «Cuando existan razones fundadas de alteración del orden público, con peligro para personas y bienes». Si los convocantes no están conformes con la prohibición gubernativa pueden recurrir ante la jurisdicción contencioso-administrativa. Los tribunales de Justicia tienen la última palabra sobre la licitud de la prohibición y, en definitiva, sobre la celebración o no de una manifestación.

Por otro lado, hasta el 14 de marzo, no existía en España ninguna situación de excepción o emergencia declarada. Estaba en vigor la legalidad ordinaria que obliga a realizar una interpretación restrictiva de los límites de los derechos. Situación muy distinta de la que actualmente vivimos en que la legalidad extraordinaria dictada al amparo del estado de alarma ha reemplazado a la ordinaria.

Este es el punto de partida necesario para afrontar la controversia jurídica y política surgida por la reciente imputación del delegado del Gobierno en Madrid. Se le investiga por prevaricación omisiva por no haber prohibido la manifestación del 8-M con motivo del Día de la Mujer cuando según las acusaciones se sabía que había «riesgo para las personas».

El delegado del Gobierno pudo haber prohibido la manifestación y no lo hizo. Ahora bien, ¿qué habría ocurrido si esa prohibición hubiera sido levantada por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid? Los magistrados que hubieran votado en conciencia y permitido la celebración de la manifestación, ¿habrían incurrido también en el delito de prevaricación (judicial en lugar de administrativa)? La respuesta es negativa. Ni la autoridad gubernativa ni el poder judicial incurren en prevaricación alguna. Y ello porque en ambos casos se trata de realizar una ponderación de derechos que dista mucho de ser una operación matemática.

Prueba de ello es que, en pleno estado de alarma -y con un elevado número de muertos-, algunos tribunales de Justicia anularon las prohibiciones de celebrar manifestaciones el 1 de mayo. Otros no lo hicieron. El Tribunal Constitucional resolvió esas discrepancias, en un auto dictado por su Sala I (30 de abril), en el que confirmó la constitucionalidad de la prohibición gracias al voto de calidad de su presidente. Para el supremo intérprete de la Constitución, el derecho a la vida, la integridad física, la salud de las personas y la defensa de un sistema de asistencia sanitaria, cuyos limitados recursos es necesario garantizar adecuadamente, se erigen en el fin constitucionalmente legítimo para prohibir el derecho fundamental de manifestación.

Con el estado de alarma, la legalidad extraordinaria limitadora de la libre circulación y la finalidad de detener la epidemia que provocó la declaración de la alarma, permiten justificar mucho más fácilmente cualquier prohibición de una manifestación. Y, a pesar de ello, en muchos casos, se celebran sin prohibición alguna. ¿Resulta coherente permitir las manifestaciones en pleno estado de alarma y considerar delictivo que no se prohibieran con anterioridad?

Por último, es preciso tener en cuenta que todos los poderes públicos tienen que respetar el principio de igualdad en la aplicación de la ley. El fin de semana del 7-8 de marzo, en Madrid, los transportes públicos iban abarrotados; cines, teatros, restaurantes, discotecas y lugares de ocio, estadios deportivos también estaban repletos de gente; las celebraciones de las diversas confesiones religiosas reunieron a miles de personas. ¿Habría resultado constitucionalmente legítimo prohibir la manifestación del 8-M y al mismo tiempo permitir todas las demás aglomeraciones que provocaron muchos más contagios?

Fácil es decir ahora que la alarma debió ser decretada antes y todas esas aglomeraciones, prohibidas. Pero el no hacerlo difícilmente encaja en tipo penal alguno. Por ese retraso que fue generalizado (en Francia celebraron elecciones municipales el 22 de marzo) se deben exigir responsabilidades políticas. Las penales tienen escaso recorrido.