ABC-JON JUARISTI

Lo mejor de la historia constitucional de España se debe al liberalismo unitario

SOBREABUNDAN los proyectos de manifiestos, síntoma de la deriva del sistema hacia el coma inminente. Los borradores brotan por todas partes. Por referirme solamente a los que me han llegado esta semana, uno por la federalización de España viene del País Vasco (desde el ámbito socialista), y otro del mismo Madrid, abogando por la centralización radical y la supresión de las autonomías (no es de Vox, curiosamente). Ante la certeza de que las opciones se multiplicarán en las próximas semanas, me gustaría hacer un inventario de mis principios sobre estas cuestiones, advirtiendo que no tengo otros, y que, por tanto, incluso mis amigos deberían abstenerse de proponerme firmar textos que no coincidan con aquellos.

En primer lugar, diré que no me gusta firmar manifiestos. Nunca he estado de acuerdo al cien por cien con el contenido de los que he firmado, justificándome ante mí mismo con el argumento de que a los buenos amigos, a los de verdad, no hay que dejarlos solos en este tipo de trances. He solido olvidar que incluso los mejores amigos, cuando se ponen a redactar manifiestos, acostumbran deslizarse a posiciones parecidas a las enmiendas a la totalidad, metiendo más cosas que las fundamentales en aras de la coherencia política. Un manifiesto debería tratar de mínimos, y no de los programas generales de sus redactores. A mí, firmar a favor de la federalización o de la centralización, por ejemplo, me parece una enormidad, como lo sería firmar a favor de la monarquía o de la república. Suena a lo que decía, con toda justicia, Juan Ramón Jiménez acerca de Neruda y su poesía: ese hombre que se desayuna con el Titicaca, se almuerza la Amazonia en ensalada y se purga con la laguna Estigia. O algo parecido. No lo recuerdo muy bien y por eso no lo entrecomillo.

No me gusta el federalismo. Es decir, no me gusta el federalismo español, la tradición federalista, que ya en el Sexenio era una combinación de chusma y petróleo. Pero tampoco me entusiasma la centralización. Lo mejor que se ha hecho en España (en términos de constitución) ha discurrido por el cauce del liberalismo unitario, y subrayo tanto el sustantivo como el adjetivo. Las constituciones de 1876 y de 1978 pertenecen a esa estirpe, que se remonta a la de 1812. La de 1931 era una constitución unitaria, pero de liberal tenía bien poco. Era una constitución de izquierda, una constitución socialista, y por eso fracasó. Admitía, como la de 1978, la autonomía de las regiones. Conviene recordar que, en las Vascongadas y Navarra, la autonomía fue reclamada y esgrimida por las derechas –no sólo por el PNV– contra la coalición gobernante, de republicanos y socialistas, durante los dos primeros años de la II República.

En general, creo que las autonomías no entran en contradicción con el liberalismo unitario. No lo resuelven todo y crean problemas, obviamente, pero también los crea el centralismo. La posibilidad de un reparto territorial del poder que sirva de contrapeso al del Gobierno central es, en principio, algo positivo. No son las autonomías la causa del secesionismo, que, si ha medrado en determinadas comunidades, lo ha hecho al calor de la cobardía y del oportunismo de los grandes partidos nacionales. Por otra parte, comprometido como estoy con la defensa de la Constitución de 1978, que fue obra de los demócratas de varias generaciones entre las que la mía se cuenta, sería estúpido que reclamara la abolición del Estado de las Autonomías. Y, en fin, como liberal, pienso del socialismo lo que piensa Guido Ceronetti, o sea, que es un movimiento con dos caras: «una tontorrona, insulsa y traidora (la socialdemócrata), y otra simplemente criminal (la comunista)».