IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El sanchismo es una teología política sin certezas dogmáticas. La única doctrina estable es la relatividad de la palabra

Para ser un buen sanchista hay que empezar por creer que el presidente redactó su tesis doctoral y acabar –por ahora– defendiendo que la amnistía es una medida para avanzar en la convivencia. Sólo por ahora; quizá no esté lejos el momento en que le toque incluir en el itinerario de la concordia la celebración de un referéndum que hasta hoy resulta legalmente inviable según la consigna del Gobierno. También lo era la impunidad de los separatistas y ya vemos; el sanchismo no tiene dogmas estables que sus prosélitos puedan recitar de memoria como los católicos rezan el Credo. Así, la profesión de fe ha incluido como penúltimo precepto la conversión paulina de Puigdemont y su tránsito exprés de supremacista irredento a cofrade de la sagrada hermandad del Progreso.

El buen sanchista tiene asumido que el líder no miente ni incumple sus promesas: sólo cambia de opinión por el bien del país y en aras de la finalidad suprema que es impedir el acceso al poder de la ultraderecha. A tal efecto, el adepto incondicional está dispuesto a aceptar como honorables compañeros de viaje a los testaferros de ETA, igual que hace cuatro años entendió que el líder sacrificara su plácido sueño en el colchón de Moncloa para encamarse con Pablo Iglesias. La disciplina militante incluye denunciar en público la apostasía de antiguos santones como González o Guerra, desleales vejestorios que han perdido el norte y renunciado a sus nobles ideas. El nuevo modelo es Zapatero, al que su combatividad ha indultado de pasados errores y reintegrado en el núcleo duro de la secta.

Un sanchista fetén debe aplaudir las reuniones con verificadores salvadoreños en Suiza y recordar a tal efecto que Aznar mandó emisarios a Noruega para hablar con los terroristas. Ha de confiar en la sabiduría jurídica de Conde Pumpido, sumo sacerdote de la doctrina mosaica constitucionalista, y señalar a los jueces como enemigos de la soberanía popular –esa flamante noción populista exaltada en los ecuánimes discursos parlamentarios de doña Francina– y autores de maniobras conspirativas –¡¡’lawfare’!!– contra las inapelables decisiones de la mayoría. En el sanchismo no hay modo de definir una teología compacta, por lo que es menester estar atento a las interpretaciones de las cualificadas ‘pedrettes’ intelectuales o mediáticas y los órganos del aparato oficial de propaganda. El liderazgo y sus arúspices definen las certezas a tenor de las circunstancias, y si es necesario las modifican sin explicaciones como en el caso del Sáhara. Pero el creyente no está autorizado a interpretarlas porque lo primero que debe aprender es el valor relativo, líquido, de la palabra. Lo importante es el concepto de la política como una confrontación binaria donde la convicción de superioridad moral constituye la única pauta válida. La que autoriza al que manda para actuar en cada ocasión como haga falta.