José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
El paradigma de filtración de una sentencia del Supremo fue la que se produjo con la de la condena de Alfredo Sáenz, consejero delgado del Santander en 2011, pendiente de resolución firme
Corría el mes de junio y ya Manuel Marchena, presidente de la Sala Segunda del Supremo y del Tribunal que dictará de forma inminente sentencia —de la que él es ponente— en el caso del proceso soberanista, era conocido por más del 60% de los consultados por Metroscopia en un sondeo que arrojó resultados muy expresivos: el 57% tenía una opinión positiva de la actuación del magistrado, frente al 19% (un 23% no tenía formado criterio), y, además, el 56% consideraba que el proceso estaba siendo justo. De junio hasta ahora, la figura de este togado no ha hecho sino crecer en el imaginario colectivo como servidor del Estado y como funcionario que ha cumplido y cumple sus obligaciones con escrupulosidad. De tal manera que su reputación personal y profesional se ha convertido en una convicción generalizada que dotará de credibilidad a la resolución de los demás magistrados del tribunal, igualmente referentes de los valores acreditados por quien los ha presidido.
Tanto Marchena como sus seis colegas —conservadores y progresistas, según una dicotomía un tanto coloquial y a veces arbitraria— han cumplido con las «cuatro características» que Sócrates atribuía a los jueces; a saber, «escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir imparcialmente». Se me dirá que me precipito en la opinión porque la sentencia todavía se desconoce. Y respondería que, precisamente, por la ignorancia de su fallo —es decir, por la ausencia total de filtraciones, por el blindaje responsable del silencio de todos los magistrados y del personal que pueda conocer el contenido de la resolución— ya se adelanta un comportamiento plenamente responsable de su función jurisdiccional.
La total discreción de los magistrados del Tribunal ha sido tal que no se han permitido ni una declaración, ni un comentario, ni siquiera el más mínimo desliz. La conjura de ese silencio —un silencio justo— se ha consumado con éxito. Otra cosa es que haya habido colegas con capacidad de argumentación y conocimientos técnicos suficientes para intuir, deducir o descartar —ya veremos si con acierto o sin él— la posible tipificación de los delitos que las acusaciones han imputado a los 12 procesados.
Pero el fallo, con el ‘nomen iuris’ de las conductas punibles y las sanciones que les corresponden, no se ha revelado. Una cosa son los tanteos, más o menos certeros, y otra la filtración pura y dura como cuando se conoció, antes de ser redactada en su integridad, la parte dispositiva de la sentencia de la Sala Segunda que condenó en enero de 2011 a Alfredo Sáenz, consejero delegado del Santander en aquellas fechas, y que motivó entonces un análisis bien diferente a este («El insólito caso de Alfredo Sáenz, condenado sin sentencia», publicado en El Confidencial el 19 de enero de 2011).
Tanto éxito en la discreción, como en la previa transparencia de la larga vista oral (más de 50 sesiones) retransmitida sin interrupciones en directo (audio e imagen) ante el auténtico asombro de corresponsales extranjeros que observaron el espectáculo —en el que a veces hubo tensión, esgrima dialéctica, reconvenciones, declaraciones de impertinencia, momentos de ironía e, incluso, de humor— primero con cierta perplejidad y, luego, con abierta admiración. La posibilidad de ver y escuchar todas las fases del juicio oral, desde la declaración inicial de los inculpados, hasta los informes finales de las acusaciones y las defensas, pasando por la prueba testifical y documental y las pericias, ha sido una experiencia que ha fortalecido al Estado de Derecho a través del ejercicio jurisdiccional que corresponde, en este caso, al más alto Tribunal de Justicia de España.
Marchena —que no ha ejercido de forma presidencialista su función, sino con criterios de cohesión plena con sus compañeros— ha sido sometido a escáneres mediáticos y políticos. Y se le ha introducido incluso en la feria de las vanidades. Dos reportajes —ambos de buena factura profesional— en una de las revistas más glamurosas (‘Vanity Fair’), el primero de febrero y el segundo de septiembre de este año, radiografiaban al magistrado canario cruzando testimonios, contando su vida, señalando sus aficiones y gustos, describiendo a su familia, relatando sus amabilidades, sus supuestas filias y fobias y recogiendo, incluso, la opinión del abogado de Joaquim Forn, Javier Melero, ganado claramente por la personalidad del presidente de la Sala Segunda: «Marchena le ha hecho un gran favor a la abogacía… porque entre otras cosas, yo ahora cuando voy a otros tribunales digo: en el Supremo, no sé si usted lo ha visto, no se trata así a los profesionales. Y, en lugar de ponerse chulos, como hacían antes, bajan el tono: ‘Disculpe, usted, tiene razón'». Será especialmente interesante el libro ‘El encargo’ (Editorial Ariel), de este inteligente letrado, en librerías a partir del 26 de noviembre y que se presenta así: «Yo no represento a ningún colectivo, a ningún Govern, ni a ningún pueblo. Soy un abogado».
Ni Marchena ni ninguno de los magistrados han entrado, sin embargo, al trapo de provocación, rumor o maledicencia. Se han contenido —era su obligación hacerlo— de la misma manera que el conjunto de las administraciones públicas. Se ha ido generando un ambiente de máxima consideración hacia el trabajo de unos funcionarios sobre los que ha recaído una gravísima misión. Por supuesto, la sentencia será criticada —solo habría que pedir que lo hicieran quienes tengan capacidad técnica para glosarla— y suscitará controversia. Según se condene por unos delitos o por otros, las consecuencias —y no solo para los encausados— resultarán distintas y de largo alcance. Hay que estar preparados para un fuerte impacto, además de emocional (especialmente en Cataluña), también político y, probablemente, jurídico-técnico.
Ante las extraordinarias repercusiones de la sentencia, elaborada con tanto esfuerzo por siete magistrados a los que les une el afán socrático de impartir justicia imparcialmente, tendríamos que retirar la coreografía de la feria de las vanidades en el que se ha convertido el espacio público de este país y transformarlo en el escenario sobrio en el que se va a insertar una resolución judicial que hará historia. Esa sentencia —sea cual sea su fallo— será la expresión última de la defensa del irrenunciable Estado de Derecho —social y democrático— que proclama el artículo 1º de nuestra Constitución.