Ignacio Varela-El Confidencial
Primero están los fundamentos de la convivencia democrática. A continuación, las posiciones ideológicas. En tercer lugar, los intereses partidarios. Y después, las ambiciones personales
La extrema derecha ha llegado dos veces a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Francia. Ocurrió en 2002 con Jean Marie Le Pen y en 2017 con su hija Marine. En ambas ocasiones las fuerzas democráticas no dudaron en dar su apoyo al candidato que representaba el espíritu constitucional de la V República (Chirac y Macron). Todos, los de derechas y los de izquierdas, comprendieron que lo primero es lo primero, aparcaron sus diferencias y actuaron en consecuencia.
Manuel Valls procede de esa cultura política. Primero están los fundamentos de la convivencia democrática. A continuación, las posiciones ideológicas. En tercer lugar, los intereses partidarios. Y después, las ambiciones personales. Todos ellos son legítimos en la competición política, siempre que se ordenen adecuadamente.
Todos los que se dicen defensores de la Constitución coinciden en que el desafío secesionista es la mayor amenaza que hoy padecen el Estado de derecho en España y la paz civil en Cataluña. Que no hay tarea más importante que contener la hegemonía del nacionalismo anticonstitucional y cismático. Y que, en este preciso momento, tener a Torra en un edificio de la plaza de Sant Jaume y a Ernest Maragall en la casa de enfrente sería una tragedia política de efectos quizás irreversibles. Porque uno y otro, con la tremenda fortaleza combinada de la Generalitat y del Ayuntamiento de Barcelona, no harían otra cosa que sojuzgar a la mitad de la población y preparar concertadamente el escenario de la próxima sublevación.
Sin embargo, no todos los que comparten esta idea son consecuentes con ella. Desde el dirigente socialista que no tuvo reparo en llegar al poder y mantenerse en él durante casi un año con el sostén cómplice de los insurrectos hasta los neófitos aspirantes a líderes de la derecha que secuestran y privatizan la Constitución para aporrear con ella a su rival ideológico, aunque sea a costa de debilitar mortalmente la cohesión del frente democrático.
Para alguien como Valls, la votación del 15 de junio en el Ayuntamiento de Barcelona equivaldrá a lo que en Francia sería una segunda vuelta electoral. Susto o muerte. Guste o disguste, solo quedan dos personas que pueden ocupar la alcaldía: el separatista Maragall, conspicuo miembro del comando central del próximo golpe, o la populista Colau, de conocidas simpatías soberanistas pero mucho más contenida en cuanto a la independencia (aunque solo sea porque la mayoría de sus votantes la rechazan). Los términos del problema son inequívocos y tan desagradablemente reales como eso: todo lo que no sea dar la alcaldía a Colau es entregársela a Maragall. Las imaginarias terceras vías son fantasías escapistas. La no alineación, inhibición inmadura y culposa.
Además de tener claros los fundamentos, Valls es un político que supera de largo en oficio, inteligencia y experiencia a nuestros cinco líderes nacionales sumados. Por eso su iniciativa es lo único útil que se ha escuchado en el lado constitucional desde que se conocieron los resultados electorales.
Valls pone a Colau ante un dilema escabroso: todo lo que tiene que hacer para ser alcaldesa es presentar su candidatura en el pleno del día 15. Para evitarlo, tendría que retirarse y dejar paso libre a Maragall. Si se presenta, tendrá los votos para ser elegida. Y no podrá rechazarlos, porque serán gratuitos e incondicionados. Nada de negociaciones o exigencias que le sirvan de coartada para justificar una negativa. O candidata electa, o candidata en fuga. En el segundo caso, se le acabó para siempre el doble juego hermafrodita. Habrá convertido voluntariamente su partido en una sucursal de ERC y todos sabrán de qué lado está.
Es seguro que el movimiento de Valls perturba a Rivera. Sobre todo, porque lo enfrenta a su propio discurso. No puedes aparecer como el abanderado más incendiario de la lucha contra el separatismo y hacer remilgos cuando está en tu mano impedir que asalten la segunda institución más importante de Cataluña.
Barcelona es la capital de Tabarnia. En ese ayuntamiento hay 15 concejales que defienden la independencia y 26 que no la desean. ¿Solo porque no nos gusta Colau hay que regalar la alcaldía a uno de los jefes políticos del independentismo? ¿Cuál es hoy la prioridad de Ciudadanos, derrotar a Colau o a Maragall, combatir a Junqueras o a Pedro Sánchez, proteger —en lo que se pueda— a Barcelona o robar la cartera a Casado?
Manuel Valls no vino para ayudar a Albert Rivera a convertirse en el líder de la derecha española. Vino porque, además de un saludable antinacionalista, es un demócrata consecuente que se cree lo que toda Europa sabe: que la confrontación decisiva de nuestro tiempo no es entre la derecha y la izquierda, sino entre la democracia representativa y el nacionalpopulismo pretotalitario.
Fue un error llevarlo a rastras a la plaza de Colón: contemplar en su salsa a cierta derecha madrileña impresiona a cualquiera que no esté acostumbrado. Desde ese día supo que debía poner una higiénica distancia con su circunstancial socio. Ayer mismo se lo explicó claramente a Carlos Alsina: en la Unión Europea se está fraguando una concertación política que abarca a conservadores, liberales, socialdemócratas y verdes (incluso a populistas reciclados como Tsipras) para neutralizar juntos al nacionalpopulismo rampante. Mientras tanto, en España esas mismas fuerzas democráticas se navajean entre sí mientras negocian alianzas y coaliciones con nacionalistas y populistas de uno y otro signo.
Una cosa es que la política española tienda a ser anticíclica y otra que nuestros dirigentes practiquen aquí dentro lo contrario que defienden en Bruselas
Una cosa es que la política española tienda a ser anticíclica y otra que nuestros dirigentes practiquen aquí dentro lo contrario que defienden en Bruselas. Me pregunto si cuando Sánchez, Casado y Rivera se reúnen con Macron y Merkel les explican bien quiénes son Iglesias y Abascal y sus respectivos apareamientos con ellos.
Basta de asimetrías morales. Como ha señalado Juan Claudio de Ramón, el rechazo que la derecha siente por Podemos es tan intenso como el que la izquierda siente por Vox (lo que no significa hacerlos equivalentes —que sería otro debate— sino constatar la similitud de los sentimientos). No es honesto exigir castidad a los otros con su flanco inmoderado mientras se practica la concupiscencia con el propio.
En fin, la pena es que no podamos cambiar al lote entero por cinco como Valls.