JON JUARISTI-ABC   

PROVERBIOS MORALES Nada nuevo bajo el sol. Ni Tabarnia

EL nacionalismo va de delirio cartográfico. De disneylandias fantasmagóricas, improvisadas a lo Frankenstein mediante la combinación de mapas comarcales a escala microscópica, cuya toponimia ha sido vertida a alguna lengua zombi. Una geografía majareta más afín a los desarreglos paranoicos de aquel presidente Schreber de los juzgados de Dresde, precursor doméstico de Hitler, que a los esfuerzos de honrados cosmógrafos medievales que echaban mano de los bestiarios para exorcizar el horror vacui de la numerosa terra incognita, salpicándola de bichos imaginarios bajo los que ponían el rótulo hic sunt dracones u otros parecidos, como hic habitant leones. Rótulo, este último, que mis queridos Fernando Savater y Sara Torres trasladaron al castellano de Donostia –Aquí viven leones– para titular una serie documental sobre escritores, nunca realizada, que se convirtió en una maravillosa colección de ensayos. 

Durante casi cuatro décadas, la televisión autonómica vasca, por ejemplo, ha recurrido en sus meteorologías a un mapa nacionalista de un país inexistente, la Euskal Herria poblada por una raza cromañoide hablante de un idioma paleolítico, y conste que no me invento nada: así consta en los libros de formato coffe table que el Gobierno autónomo vasco regalaba –y supongo que seguirá regalando– a los guiris ilustres de visita en Vitoria. Este género de distopías, que comenzaban siendo puramente turísticas para derivar en corto plazo a irredentismos racistas, suscitó parodias literarias desde su misma aparición. Como cualquier linaje de ficción, el nacionalismo engendra aspirantes a sepultureros. Ni más ni menos que los libros de caballerías o las pelis de superhéroes cuando devienen inaguantables pesadillas reiterativas, días de la marmota. Las parodias llaman la atención, divierten, hacen gracia, pero se olvidan pronto. Quién se acuerda hoy, pongamos por caso, de los desopilantes  cuadros vascos de Manuel Aranaz-Castellanos (1875-1925), o de Le Mammouth Bleu (1935), la novela espeleológica de Luc Alberny, nombre de pluma del oftalmólogo provenzal Edmond Astruc (18901969), que soñó una Gran Euskaria subterránea bajo el pico de Bugarach, reino independiente de mamuts vascoparlantes gobernados por un inconmensurable espécimen de color azul (los evoco aquí, en Hong Kong, ante el escaparate de una tienda donde se exhiben magníficos relieves budistas esculpidos en colmillos de mamuts exhumados del permafrost siberiano). 

Con todo, confieso mi preferencia por aquella propuesta barojiana contra la Euzkadi levítica: una república del Bidasoa (o Bidasoadi) sin frailes, sin moscas y sin carabineros. Conviene recordar que tal propuesta corona y cierra un breve ensayo (bajo forma de conferencia ficticia), Momentum catastrophicum, publicado en 1919, donde Baroja respondía a la efervescencia suscitada en los medios nacionalistas de Bilbao y Barcelona por la catastrófica aplicación del derecho de autodeterminación (auspiciado por Wilson y Lenin) a los imperios centrales, con la defensa de una amplia y sólida autonomía para las ciudades (como Bilbao y Barcelona, precisamente) que las protegiese del embate separatista fraguado en el rencor de la provincia carlista. Se trataba, creía Baroja, de defender la revolución liberal, que, como en el siglo anterior, resistía en unos cuantos islotes urbanos en medio de un mar de contrarrevolución agraria. 

En fin, que lo de Tabarnia no representa novedad alguna. Nada parece que pueda sacarnos del atolladero prehistórico. No, por lo menos, mientras se siga dando crédito a la tabarra de los mamuts subpirenaicos. Ni Tabarnias ni repúblicas del Bidasoa. Lo siento.