- El malestar expreso de cierta izquierda revela que en el liderazgo de Sánchez se puede estar abriendo una pequeña brecha
Antes de corromper la vida pública española a base de sectarismo y de mentiras, Sánchez se había ocupado de liquidar todo atisbo de sentido institucional en el Partido Socialista. Aquel «no es no» de las primarias era mucho más que una simple tautología: era la llamada a cavar una trinchera banderiza y sembrarla de minas para dejar claro que cualquier actitud moderada o contemplativa sería considerada una traición equivalente a pasarse a las filas enemigas. El entonces candidato sabía que sólo una alianza con las fuerzas antisistema podía proporcionarle una mayoría y no manejó ni se mostró dispuesto a explorar otra alternativa. Desde el inicio tuvo claro que necesitaba a Podemos y a los independentistas, primero para la moción de censura y luego para seguir en el poder si las cosas no salían como estaban previstas. Nunca ha tenido una idea distinta, y menos ahora que las encuestas le ponen la renovación del mandato cuesta arriba.
En general se puede considerar que ha logrado su objetivo. Al menos en el sentido de que el grueso de sus partidarios ha terminado por vencer sus prejuicios sobre los pactos con Esquerra y Bildu. (El de Podemos lo habían aceptado de principio). Ese proceso de normalización se ha asentado ante la evidencia de que la estadía en el Gobierno corre peligro tras la secuencia de victorias territoriales de un PP crecido. Cualquier aliado es bueno, aunque se trate de los promotores de un intento de secesión o de los herederos del terrorismo, si sirve para mantener el dominio político. Pero esa misma lógica de polarización extrema empieza a quebrarse cuando algunos barones autonómicos, esas criaturas mitológicas, atisban a su vez –quizá demasiado tarde– el riesgo de quedarse en la calle porque las concesiones al separatismo van más lejos del máximo aceptable para muchos de sus votantes.
La reciente requisitoria de García-Page es la espuma visible, el oleaje de un significativo mar de fondo. Más allá del desmarque oportunista, el presidente manchego ha elevado el tono con una inquietud patente en el tenso lenguaje gestual de su rostro; en el entorno sanchista incluso se ha interpretado la declaración como un movimiento pre-sucesorio. Algo está pasando en una parte del PSOE: el descontento de las feministas o el manifiesto de los exministros y de otros cualificados representantes del socialismo histórico revelan un malestar patente, un distanciamiento más hondo que el simple desahogo. Probablemente esa discrepancia, por sincera que sea, no vaya a ningún lado por falta de masa crítica para provocar una revuelta interna. Sin embargo es relevante en la medida en que expresa una preocupación de cierta izquierda por la ruptura de las reglas que articulan la nación como proyecto de convivencia. Y acaso representen la constatación de que en el caudillaje del presidente se puede estar abriendo una pequeña brecha.