ABC-JON JUARISTI

Es un desatino creer que existe un plan detrás de los movimientos tácticos de Sánchez

UNO de los libros más interesantes de este año que se acaba, publicado por Cátedra, lleva el título medio cervantino de «El estrellado establo: infinito e improvisación en el Siglo de Oro». Su autor es el profesor de Yale Roberto González Echevarría, estadounidense pero nacido en Sagua la Grande, patria chica asimismo de otros genios cubanos como Wifredo Lam y Antonio Machín. El mencionado libro reúne un conjunto de artículos sobre diversos autores del Barroco hispánico (Cervantes, Lope, Tirso, Calderón, sor Juana) y se cierra con un ensayo sobre jazz y literatura contemporánea.

La tesis común a todos ellos es que las teorías de Copérnico y Galileo, al divulgarse, destruyeron la imagen del Universo geocéntrico, limitado, bien ordenado e inmutable más allá de la esfera de la Luna, que había presidido la visión del mundo desde la Antigüedad hasta el Renacimiento. Obviamente, esta no es una tesis original de González Echevarría, y son muchos los autores que se han ocupado antes que él de las repercusiones de la revolución galileana en el arte o en la filosofía. La aportación del catedrático de Yale consiste en establecer una relación entre la conciencia de existir en un universo infinito, desordenado y bastante caótico, y el imperio casi completo de la improvisación en los campos de la literatura, de las artes y del pensamiento a partir del siglo XVII. La modernidad, según González Echevarría, se caracteriza por la improvisación, y, añado yo, pocos ejemplos lo hacen más evidente que la pintura de Lam y los bolerazos de Machín. Sin embargo, hay un ejemplo todavía más claro: el de la política española de los últimos quince años. No es que Rodríguez Zapatero fuera el rey del mambo, pero cumplió, respecto al orden político surgido con la Constitución de 1978, un papel similar al de Galileo en la destrucción de la cosmología tolemaica. Rodríguez Zapatero se cargó los consensos básicos sobre los que se sustentaba el edificio constitucional (para empezar, el más básico de todos: el consenso, mayoritario hasta su advenimiento, en que España es una nación). Desde entonces, la Constitución, aunque vigente en teoría, gana diariamente en inanidad y descrédito gracias a golpistas, tribunales y políticos en general, como le sucedía a la imagen geocéntrica del universo en nuestro Siglo de Oro.

Hace unos días discutía yo con un amigo que se empeñaba en sostener que, detrás las últimas iniciativas del presidente y de su Gobierno en funciones (el acuerdo de Sánchez con Iglesias, sus acercamientos a ERC y el ataque de la ministra portavoz a la enseñanza concertada) hay un plan cuidadosamente preparado para intimidar al PP y a lo que queda de Ciudadanos con el objetivo de obligarlos a un pacto de gobernabilidad prácticamente incondicional. Mi amigo es uno de los poquísimos resistentes de izquierda al independentismo en Cataluña. Ni del PSC ni de UP. Un auténtico resistente, y, sin embargo, de izquierda. Me di cuenta, oyéndole hablar, que hay algo que me separará siempre de la izquierda, incluso de los más honestos e inteligentes de mis amigos de izquierda. Y es su creencia ingenua en que las maniobras políticas tienen un fundamento racional, en que responden a planes muy elaborados. Los miro como debían mirar en el Barroco a los que todavía creían en la música de las esferas. Son precopernicanos, con el oído siempre atento a sorprender tras el alboroto de la política el concierto racional de los movimientos astrales, «la no perecedera/ música que es de todas la primera» de fray Luis. Y no hay nada de eso, sino improvisación de la mala, como si un loco se hubiera apoderado de las maracas de Machín para un concierto cósmico de ruido y de furia.