Jon Juaristi-ABC
A la arbitrariedad autoritaria del Gobierno ha sucedido la discrecionalidad generalizada de los micropoderes
Las dos primeras acepciones del adjetivo discrecional que recoge el Diccionario de lengua española (antes DRAE) son «que se hace libre y prudencialmente» y «dicho de una potestad gubernativa: que afecta a las funciones de su competencia que no están regladas». Ambas definiciones resultan confusas. Alguien actúa discrecionalmente cuando lo hace a su entera voluntad, sin atenerse a normas impuestas por otros. Lo discrecional sería una característica esencial de la autonomía, es decir, de la condición de quien no se rige por otras normas que las que él mismo se impone. Lo de «prudencialmente» rechina un poco. ¿Por qué «prudencialmente» y no «prudentemente»? Se diría que el lexicógrafo se ha dejado arrastrar por la analogía con «discrecional» al decidirse por
el adverbio, que no por tener entrada propia en el mismo diccionario resulta menos artificioso. La mayoría de los hablantes del español, en Madrid y en Quito, habrían recurrido a «prudentemente». Entiendo que la función retórica de un adverbio tan evidentemente superfluo es la de separar lo discrecional de lo arbitrario (que, en rigor, son sinónimos).
En la segunda acepción, la que atañe a «la potestad gubernativa», la definición es aún más oscura: ¿que es eso de «funciones de su competencia que no están regladas»? Si no están regladas no son funciones de su competencia. Ya el hecho de ser de su competencia implica una regla: la función X es competencia de la potestad A. Por tanto, la discrecionalidad, también en el ámbito de la acción de la potestad gubernativa, parece libre de funcionalidades preestablecidas.
En los grandes debates históricos sobre la legitimación del Estado, la cuestión de la discrecionalidad aparece con una frecuencia altísima en la época moderna. Por ejemplo, Walter Benjamin argumentaba que la policía es un aparato con grandes dificultades de legitimación, al ser a la vez una fuerza conservadora de derecho y fundadora de derecho. Es decir, que la policía, para defender el imperio la ley, puede transgredirla a discreción ante la necesidad perentoria de intervenir para evitar la comisión de delitos. Un agente de policía que mata a un delincuente cuando este amenaza la vida de ciudadanos inermes actúa tan discrecionalmente como el que asfixia bajo su rodilla a un detenido. En el primer caso, recibe una aprobación pública mayoritaria; en el segundo, provoca una reprobación casi unánime que pone en grave crisis al Estado.
Para frenar la impugnación creciente de su gestión de la crisis del Covid por los gobiernos autonómicos, el Gobierno del PSOE y UP transfirió arbitrariamente a aquellos las supuestas competencias del Estado en dicha materia. Entre otras, como se ha visto esta semana, la de declarar estados de emergencia (o sea, de excepción), toques de queda, etcétera, o de todo lo contrario: las de levantar a discreción las restricciones de los derechos de los ciudadanos. El caos resultante no ha sido sólo sanitario, sino político. Esto no es un Estado federal, como EE.UU., donde los gobernadores pueden movilizar a la Guardia Nacional y declarar el estado de sitio. Aquí la soberanía no está compartida con las autonomías. Pertenece al pueblo español y solamente sus representantes pueden legítima y legalmente aprobar un estado de emergencia (es decir, de excepción) en el Congreso de los Diputados. Probablemente, muchas de las medidas que tome en adelante el Gobierno autónomo vasco en el combate contra la pandemia serán más eficaces que todas las improvisadas por Illa y Simón, que han dejado el listón a la altura de la Fosa de las Marianas. Pero el Estado entero está ya como para ingresar en la UCI por marasmo institucional.