Josep Ramoneda, EL PAÍS, 16/6/2011
En el malestar crece una idea tan peligrosa como real: el espacio de las opciones que ofrecen los partidos tradicionales es cada vez más estrecho. Y cada vez hay más gente que no se siente representada en él. Por la salud de la democracia, los partidos no pueden mirar a otra parte.
Los llamados indignados recibieron el lunes un regalo inesperado. La dimisión de tres miembros del Tribunal Constitucional, en protesta por el incumplimiento por parte del Parlamento de la obligación de sustituirles en los plazos determinados por la ley, abundaba en el deterioro de las instituciones democráticas que se ha venido denunciando en la calle desde que empezó el Movimiento 15-M. Y conectaba con la simpatía que los ciudadanos han demostrado, a través de las encuestas, por este movimiento.
El regalo pilló a los indignados en plena discusión de la táctica a seguir para mantener vivo el movimiento, cuando las acampadas daban síntomas de un agotamiento que conducía inevitablemente a la marginalidad y a la paulatina desaparición de la escena mediática. Surgió la idea del marcaje directo a los políticos. En principio, podía parecer razonable aumentar la presión sobre quienes podrían emprender las reformas necesarias para renovar el sistema democrático. En la práctica el marcaje se ha convertido en intimidación. Con el agravante del carácter simbólico negativo que tiene tanto tratar de impedir la entrada de los diputados a los Parlamentos como el inquietante gesto, por lo menos para los que tenemos memoria, de marcar con espray a algunos de ellos. El Movimiento 15-M, en sus diversas variantes, ha dado con estas acciones los argumentos que necesitaban los que, desde el primer momento, esperaban la circunstancia adecuada para desacreditarlos y para transmitir a la opinión pública una imagen falsa de ellos, como grupos antisistema desestabilizadores. Los indignados corren el riesgo de empezar a perder la batalla de la comunicación.
Mantener un movimiento en la calle es muy complicado, salvo que se produzca una movilización masiva de la ciudadanía. La duración de la protesta reduce inevitablemente el número de participantes y la radicaliza. Estos movimientos siempre tienen dos almas: el alma reformista y pacífica y el alma revolucionaria y agresiva. Mientras el número de movilizados es grande se mantiene el carácter cívico y los grupos más radicales no encuentran espacio favorable para hacerse notar. Pero a medida que se va perdiendo afluencia y que el grupo se reduce a los más militantes, el peso de los radicales crece. Y con ello, la posibilidad de cometer acciones que les desprestigien. En Cataluña, el Gobierno catalán estaba esperando el error desde la fallida operación policial de limpieza de la plaza Cataluña, de la que los indignados salieron reforzados por la desproporción de la actuación policial. El intento de impedir la entrada de los diputados al pleno de los recortes ha sido hábilmente administrado por las autoridades para romper el efecto de simpatía que se había instalado en la opinión pública, a pesar de algún exceso de escenificación, como la entrada del presidente Mas y algunos consellers en helicóptero, que favorece la imagen buscada por los manifestantes de un Parlamento blindado, lejos de la ciudadanía.
Sería, sin embargo, un disparate que tanto los Gobiernos como los partidos políticos y los medios de comunicación dieran por amortizado el movimiento y se limitaran a la criminalización de lo que quede de él. Sería equivocado, por dos razones: porque los motivos para la protesta existen -tanto los que tienen que ver con la gestión de la crisis, como los relacionados con la calidad de la democracia- y porque, independientemente de la suerte de estas movilizaciones, una gran parte de la ciudadanía seguirá considerando fundadas sus críticas y muchas de sus propuestas. Una democracia representativa digna de este nombre tiene que ser capaz de hacer suyas estas demandas y asumir las reformas necesarias.
Por dos caminos se llega al mismo malestar: unas políticas económicas de los grandes partidos montadas sobre el mito de la austeridad, que en casi nada se diferencian, que mucha gente percibe como la consagración de los privilegios de unos pocos, en dirección a lo que Paul Krugman ha llamado «una sociedad de rentistas: banqueros y grandes fortunas», y el abandono a su suerte de la economía productiva (condenada por el crédito) y de las clases populares. Y un sistema democrático cada vez más cerrado sobre sí mismo, en el que se produce la alternancia pero sin alternativa, y en el que se cultiva la indiferencia y el miedo, reduciendo la democracia al voto cada cuatro años. En el malestar crece una idea tan peligrosa como real: el espacio de las opciones que ofrecen los partidos tradicionales es cada vez más estrecho. Y cada vez hay más gente que no se siente representada en él. Por la salud de la democracia, los partidos no pueden mirar a otra parte.
Josep Ramoneda, EL PAÍS, 16/6/2011