Luis Haranburu, EL CORREO, 26/6/12
Últimamente se prodiga el concepto de marca para referirse al País Vasco en su acepción más mercantil. Se habla de la marca Euskadi, para contraponerlo a la marca España y significar así una presunta superioridad de la realidad económica vasca sobre la española. Quienes así se expresan tratan de olvidar que la marca vasca forma parte intrínseca de la española y juegan a simular una entidad de la que se carece. Parece como si se tratara de resucitar el viejo paradigma identitario, de la mano esta vez de los parámetros de competitividad y mercado.
El aspirante jeltzale a lehendakari ha puesto de relieve su preferencia por la marca Euskadi frente a la marca España. La izquierda abertzale también ha abundado sobre la misma idea. Nada nuevo en definitiva. Se habla de marcas, pero es en definitiva de la soberanía de lo que se pretende hablar. Es volver sobre lo de siempre, solo que ahora que España está en sus horas bajas, se pretende sacar pecho a expensas del mal común. Como si nada tuviéramos que ver con la crisis que padece España.
Es, en efecto, muy llamativo el que el nacionalismo pretenda ahora soltar amarras después de haberse lucrado de los muchos beneficios obtenidos de Europa por la vía de España. Tenemos la memoria corta y cercenada y no nos acordamos de los fondos estructurales europeos que hicieron posible la reconversión industrial de los años 80 y 90. Nos olvidamos, también, de que nuestra relativa ventaja se debe al hecho incontrovertible del Concierto Económico. Si, durante esta crisis, Euskadi se está comportando relativamente mejor que el resto de España no es debido a nuestra sagacidad, espíritu de inventiva o mayor productividad, sino que lisa y llanamente se debe a nuestra peculiar entidad fiscal.
Euskadi es un país que tiene un régimen específico entre las autonomías españolas; un régimen que en buena hora se pactó, en el momento de la Transición, en aras de un mejor afianzamiento político de Euskadi en España. Aquel privilegio, que no derecho, lo hemos utilizado con una dudosa rentabilidad, habida cuenta del enorme potencial que encierra. Con el Concierto hemos jugado a ser soberanos y hemos pretendido engañar a propios y ajenos, hasta que desde Europa se nos llamó al orden y hubo que poner fin a nuestras peculiares vacaciones fiscales. El Concierto, además, es un instrumento que quedó en manos de las diputaciones forales hurtando al Gobierno de todos los vascos el instrumento precioso que nos hubiera deparado una soberanía política de carácter más estructural.
También en esto somos peculiares los vascos, puesto que poseemos un rutilante Gobierno lleno de todos oropeles políticos salvo el fundamental que nutre a la soberanía política, que no es sino la fiscal. Efectivamente tenemos un Gobierno que gasta y gobierna, pero no recauda ni ejerce su potestad fiscal. Los tributos le son enajenados, por unas venerables instituciones que son auténticas rémoras de nuestra soberanía política como país.
Por eso uno no acaba de entender la impostura que supone revindicar más autogobierno e incluso la secesión política, careciendo de la soberanía fiscal que hoy por hoy reside en las diputaciones forales. ¿O es que en la Euskadi de la ensoñación nacionalista las diputaciones seguirían teniendo la sartén por el mago económico? Tras más de tres décadas de autonomía, el nacionalismo ha sido incapaz de cuestionar una anquilosada estructura de poder en el que la soberanía política está cautiva en manos del poder económico de las diputaciones. Habrá que pensar que, o bien su interés por la soberanía no pasa de ser un ejercicio retórico, o bien carece de un proyecto moderno de país. Entretenerse hablando de marcas e hipotéticas soberanías cuando se es incapaz de reivindicar la plena soberanía política y económica para el Gobierno vasco es un ejercicio diletante que solo beneficia a las élites de las burocracias provinciales.
Como bien saben nuestros profesionales del marketing, la marca Made in Euskadi es un label de dudosa eficacia en los mercados del mundo, donde los vascos seguimos siendo vistos como una parte de esa compleja realidad que es España. Una realidad que hoy está en sus horas bajas, pero que aún posee la virtualidad de ser una de las mayores economías del mundo. Es cierto que los vascos nos hemos ganado a pulso un renombre en algunos nichos productivos, pero pienso que no son en modo alguno privativos del nacionalismo. La máquina herramienta o el grupo cooperativo de Arrasate son previos a nuestra autonomía y en poco o nada se han visto beneficiados por el nacionalismo sobrevenido. Mas le valdría a nuestra economía gozar del pleno liderazgo de un gobierno democrático que no verse menoscabado por las burocracias provinciales que cerecen de una perspectiva de país.
Antes que reivindicar una plena soberanía política, los vascos deberíamos de preocuparnos de obtener una plena soberanía fiscal para nuestro Gobierno. Para salir airosos de la crisis o gestionar con éxito el formidable instrumento del Concierto Económico los vascos deberíamos dotar a nuestro Gobierno de la soberanía que le resta: la fiscal. Es entonces cuando la marca Euskadi tendría alguna posibilidad de contar entre las naciones del mundo. Mientras tanto nos hemos de conformar con los lábeles de los pimientos de Gernika, el queso de Idiazabal o el chacolí que nos disputan hasta los burgaleses.
Seamos serios y comencemos a hacer país. Mientras tres diputaciones, en manos de otras tantas formaciones políticas, se ocupen de nuestro dinero, la soberanía de los vascos estará cautiva de una aberración que se nos vendió como un virtuosismo, pero no deja de ser una antigualla.
Luis Haranburu, EL CORREO, 26/6/12