ABC-IGNACIO CAMACHO

La hipótesis no descartada del indulto a los golpistas ofende el celo con que Marchena preserva la dignidad de la Justicia

LA misma semana en que Pedro Sánchez se negaba, por dos veces consecutivas, a descartar un eventual indulto a los golpistas catalanes, el juez Manuel Marchena proseguía su trabajo de juzgarlos. A diferencia de otros tribunales que han suspendido juicios a políticos durante las campañas electorales, la Sala Penal prefirió seguir adelante para demostrar su independencia jurisdiccional y para evitar que la vista se prolongue más allá del verano. Ha sido una pena que las últimas sesiones quedaran algo fuera de plano, alejadas del foco mediático, porque de nuevo en ellas se ha revelado la tajante, imperturbable autoridad del magistrado. La forma en que allanó la jactancia de un mozo de escuadra engallado merecía haber ocupado los minutos estelares de los telediarios. El testigo, un agitador separatista con mucho éxito en las redes sociales, pretendía chulear a los fiscales y letrados con la misma fanfarronería tuitera que se gasta ante sus parroquianos. A Marchena le bastó una frase para recordarle dónde y ante quién estaba declarando. El tipo se quedó seco, bajó los humos y cambió el tono rápido; encogió su altanería y contestó el resto de las preguntas francamente acojonado. Algo parecido sucedió otro día con ciertos políticos que trataron de impartir sesgadas lecciones de derecho constitucional a los togados. Delante de este tribunal, la displicencia, el engreimiento, la oblicuidad ideológica o el descaro doctrinario tienen un recorrido muy corto y un margen de tolerancia muy escaso. El presidente no está, desde el principio, dispuesto a permitir ninguna concesión al espectáculo. En estos días de obscena frivolidad propagandística, de grosero cambalache institucional y de exhibicionismo sectario, su seriedad y su firmeza trasladan la consoladora certidumbre de que al menos en el solemne salón de las Salesas queda en pie un resto de la dignidad del Estado.

Ese sentido de la responsabilidad, del elemental respeto que las instituciones se deben a sí mismas, resalta por contraste frente a la lamentable autodegradación de una política en la que el jefe del Gobierno es incapaz de comprometerse a no modificar con sus decisiones el veredicto de la Justicia. La simple posibilidad de utilizar prerrogativas de poder para revocar una probable condena convierte el imperio de la ley en una mercadería. Y eso es lo que hizo Sánchez: dejar abierta la puerta de una ignominia para captar simpatías entre los votantes independentistas. Burlarse del decoro y de la integridad con que los jueces defienden su función efectiva. Decirle a Marchena y sus colegas que la última palabra sobre el proceso no la dictará la razón jurídica y que su escrupulosa rectitud, el celo con que conducen la vista, puede quedar reducido a un mero ejercicio de honestidad corporativa. Que la defensa del Estado de Derecho, en suma, está a expensas del juego de minorías y mayorías.