«¿Qué tiene que hacer un Gobierno cuando alguien vulnera la Constitución, declara la independencia, corta las vías públicas, realiza desordenes públicos o tiene relaciones políticas con dirigentes de un país [Rusia] que está invadiendo a otro?» se preguntó retóricamente la ministra de Defensa Margarita Robles durante la sesión de control al Gobierno del pasado 27 de abril. Esa en la que el independentismo intentó acorralar a sus socios del PSOE a cuenta del espionaje del CNI a 18 líderes separatistas.
#SesiónDeControl @Mireia_veca, de @cupnacional, adscrito al G.P. Mixto, pregunta a la ministra de @Defensagob, Margarita Robles, “qué razones cree que pueden tener los servicios de inteligencia españoles para investigar a la oposición política independentista catalana y vasca”. pic.twitter.com/LdWMLiXv47
— Congreso (@Congreso_Es) April 27, 2022
La pregunta retórica de Robles no gustó en el PSOE, que habría preferido una declaración más sumisa y menos retadora. Con menos sentido de Estado y, sobre todo, de lo que este exige de su Gobierno.
Es probable que el gustazo de Robles fuera el último clavo en el ataúd de Paz Esteban, la directora del CNI. Aunque también es probable que ni siquiera una genuflexión de Robles hubiera salvado a Esteban, cuyo ataúd a esas horas ya tenía clavos suficientes como para no necesitar el de Robles.
Porque ERC exige una ofrenda de sangre y nadie en Madrid apuesta hoy en contra de la posibilidad de que Pedro Sánchez deje rodar la cabeza de la directora del CNI por las escaleras de la pirámide hasta que esta aterrice a los pies de los republicanos.
Es la España maya de 2022, esa que hace tiempo a la espera de un conquistador (¿Alberto Núñez Feijóo?) que aglutine a las fuerzas del antisanchismo, que son las de la derecha y las de una parte no precisamente menor de la izquierda, e imponga la civilización allí donde ahora hay sólo superstición y barbarie nacionalista.
Macarena Olona, sin el corsé de la institucionalidad que debe lucir una ministra, fue incluso más rectilínea que Margarita Robles ese día en el Congreso: «¿Y? ¿Dónde está el problema? ¿Que les han espiado? Poco. Poco les han espiado».
Viene esto a cuento de la noticia que EL ESPAÑOL publicó ayer lunes: la de que Carles Puigdemont se reunió con un emisario del Kremlin el 26 de octubre de 2017, sólo 24 horas antes de declarar la independencia de Cataluña en el Parlamento catalán.
Hasta hace apenas unos días, el relato oficial del independentismo era el de que Carles Puigdemont no se había reunido jamás con ningún enviado del Kremlin durante las jornadas previas a dicha declaración de independencia. Mucho menos durante las 24 horas previas a ella.
Sí aceptaba el independentismo, dada la imposibilidad de negar la existencia de una misteriosa reunión, que el presidente se citó el 26 de octubre con Jordi Sardà. Un empresario que dijo ser emisario de Vladímir Putin y que habría intentado engatusar a Puigdemont con el apoyo ruso a la independencia (en forma de 10.000 soldados y 500.000 millones de dólares) a cambio de facilidades inversoras en Cataluña.
Según ese contrarrelato independentista, Puigdemont habría cortado la entrevista a los dos minutos e invitado a Sardà a marcharse de su residencia oficial tras defender el europeísmo del Gobierno catalán. El mismo europeísmo que él haría saltar por los aires 24 horas después declarando la secesión unilateral de una región española.
La investigación que la OCCRP hizo pública el domingo por la noche demuestra sin embargo que la persona con la que se entrevistó Puigdemont ese día no fue Sardà (o no fue sólo él) sino Nikolai Sadovnikov, un viejo conocido de algunos servicios secretos y de inteligencia europeos por su labor como peón de la «diplomacia paralela» del Kremlin. Esa que, utilizando métodos estrictamente mafiosos, busca un objetivo doble: fracturar los países de la UE espoleando su disidencia interna y, colateralmente, llevárselo crudo por el camino si da con algún tonto lo suficientemente crédulo.
Y Cataluña, desde el 10 de julio de 2010, fecha de la manifestación contra la sentencia del Tribunal Constitucional encabezada por el socialista José Montilla en Barcelona, rebosaba crédulos. Literalmente, a millones.
La tesis de la estafa rusa en la que los avispados independentistas no habrían caído dado su irrenunciable europeísmo no explica sin embargo por qué el presidente autonómico catalán recibe, en su residencia oficial anexa al palacio de la Generalitat, y durante el día más tenso del procés, a un ruso desconocido que dice hablar en nombre del Kremlin. El día en que, entre docenas de llamadas, reuniones y presiones del más alto nivel a favor y en contra de la independencia, Puigdemont debe decidir si ejecuta el golpe de Estado que le exige ERC y su propio partido o si convoca elecciones autonómicas.
¿Y pretende el independentismo que creamos que ese día, precisamente ese día, el presidente del Generalitat encuentra un hueco en su agenda para recibir en su residencia oficial de palacio, y no en un frío y burocrático despacho cualquiera, a un desconocido caído de la nada y que dice ser enviado del Kremlin?
Tampoco explica el separatismo por qué el entorno de Puigdemont sigue en contacto con varios enlaces del Kremlin, e incluso intenta conseguir una reunión de Putin con el expresidente fugado, meses después de ese 26 de octubre de 2017.
Porque si tan claro tenía el separatismo que los rusos intentan estafarle, ¿por qué sigue buscando desesperadamente un gesto del Kremlin e incluso le pide dinero, como demuestra el chat de WhatsApp entre Jordi Sardà y Víctor Terradellas, hombre del círculo más cercano al expresidente, que consta en el sumario del caso Volkhov?
En dicho chat se menciona también una fotografía que habría sido tomada por el CNI el 26 de octubre de 2017 y en la que se vería a Nikolai Sadovnikov entrando en el palacio de la Generalitat. Esa foto habría sido esgrimida frente a la inteligencia alemana por los servicios secretos españoles como prueba de la injerencia rusa en Cataluña.
Que un movimiento con un inusual talento para la derrota fantasee con la aparición de un deus ex machina totalitario que consiga aquello para lo que él se reconoce impotente, es decir la quiebra de España, es relativamente normal. Al menos desde el punto de vista de la psicología del fracaso.
No tan normal es que el Gobierno indulte, por intereses estrictamente partidistas, a los líderes del procés condenados por sedición mientras los líderes que los han sustituido son espiados como cualquier otra amenaza a la seguridad nacional por el CNI, y mientras los líderes fugados buscan la ayuda del Kremlin para acabar la labor empezada en 2010: el derribo de la democracia constitucional española.
Margarita Robles y Macarena Olona, en fin, tienen razón. El problema no es que se les haya espiado. El problema, y el verdadero escándalo, es por qué se les ha espiado tan poco.