Francisco Poleo-El Español
  • Para Maduro y su entorno, el Nobel es un problema existencial. Su poder se sostiene sobre tres pilares: miedo, aislamiento y fatiga. El premio corta los tres de raíz.

Saltó la sorpresa, porque, hasta la noche anterior, su nombre no estaba en ninguna quiniela: María Corina Machado ha ganado el Premio Nobel de la Paz y Venezuela vuelve a ser oída en todo el mundo.

Sorpresivamente, el comité entregó el galardón a una mujer que, durante toda su carrera, ha sido profundamente crítica de todo lo que huela a izquierda.

En este caso, el Nobel de la Paz va para una mujer que está inhabilitada por un régimen criminal y perseguida hasta la clandestinidad en la que se mantiene hoy en día. La misma en la que recibió la llamada del presidente del mencionado comité.

María Corina Machado es una mujer que, armada con su convicción, primero aglutinó en unas primarias el 93% de las simpatías de la oposición y, luego, tras ser inhabilitada, se echó al hombro una campaña presidencial épica para que su sustituto en la boleta, Edmundo González, aplastara a Nicolás Maduro con el 70% de los votos.

Esos sufragios pudieron ser comprobados mundialmente, por primera vez, gracias a una ingeniería electoral que permitió a la oposición tener en su poder las actas de votación.

Esto obligó a la dictadura a robar las elecciones por la calle del medio, desnudando completamente al

Este viernes desde Oslo, han actuado sin ambages ideológicos. El premio es un espaldarazo a la dignidad y la coherencia en la política. Más que una medalla, es un veredicto. Cada mesa de negociación se inclina ahora hacia Machado y cada apologista del cartel luce más pequeño.

En Washington, todos intentarán apropiarse del premio. Es lo normal. El despliegue caribeño de Trump (justificado oficialmente como operación antinarcóticos) finalmente tiene una bandera moral irreprochable.

Los republicanos lo presentarán como una reivindicación. Como la prueba de que la línea dura es la correcta y de que el madurismo no es un gobierno, sino una organización criminal.

Los demócratas lo leerán como contención. Como la evidencia de que las sanciones y la presión diplomática, y no la intervención, son el camino.

Ninguno aceptará que ambas visiones confluyen, pero eso es tema para otro artículo.

Esto ya no trata de estrategia, sino de legitimidad, porque el Nobel redefine, en este caso, quién tiene autoridad moral sobre Venezuela. El premio no sólo eleva a Machado, sino que deslegitima a quienes aún se sientan frente a la dictadura fingiendo que puede reformarse.

Además, blinda personalmente a María Corina. Se puede encarcelar a una opositora, pero no a una laureada. Se puede borrar a una disidente, pero no a un símbolo.

Su lucha y su nombre han pasado a la Historia.

Y habrá que ver cómo digiere el propio Trump y su movimiento (que presionaron con intensidad para que el reconocimiento fuera para el presidente de Estados Unidos) que el premio haya ido finalmente a su gran aliada en Venezuela, una figura que ahora se proyecta por encima de cualquier padrinazgo político.

En cuanto a Maduro y su entorno, el Nobel es un problema existencial. Su poder se sostiene sobre tres pilares: miedo, aislamiento y fatiga. El premio corta los tres de raíz.

Nicolás Maduro acude a la clausura del Curso Revolucionario de Operaciones Especiales en Caracas.

Nicolás Maduro acude a la clausura del Curso Revolucionario de Operaciones Especiales en Caracas. Reuters

Miedo, porque el mundo ha nombrado a su rival y, al hacerlo, ha nombrado sus crímenes.

Aislamiento, porque ninguna autocracia sobrevive cuando sus mentiras dejan de ser exportables.

Y fatiga, porque incluso el ciudadano más agotado reacciona cuando la historia decide escucharlo otra vez.

El régimen aún puede encarcelar, censurar, manipular cifras. Inclusive, radicalizarse. Pasar, definitivamente, de autocracia a totalitarismo.

Lo que no puede es seguir controlando el relato, y una dictadura sobrevive mientras puede decidir qué es real. Desde Oslo acaban de romper ese hechizo.

Desde Petro hasta Lula, desde Madrid hasta Bruselas, el premio obliga a escoger: hablar o quedar registrado como cómplice pasivo. Durante años, las democracias tibias justificaron su ambigüedad diciendo que en Venezuela “ambos bandos” eran responsables. Se acaba de borrar esa excusa.

Pero lo más importante es que para los venezolanos, dentro y fuera, este premio es oxígeno. El tipo de aire que resucita a un cuerpo que ya había dejado de respirar.

Hay que entender que estos premios de la paz rara vez se otorgan por una paz alcanzada. Se conceden por resistir cuando todo está diseñado para rendirse. Por mantenerse de pie cuando todos están arrodillados.

En este caso, además, restaura la proporción. Una mujer frente a un Estado de hombres armados.

Es, de paso, curioso cómo, veinte años después de que Hugo Chávez llamara “diablo” a George W. Bush en la ONU y que él mismo presionara por el Nobel de la Paz, el orden liberal le haya respondido llamando a sus herederos por su nombre: criminales.

Y la mujer que intentaron destruir se ha convertido en la alternativa que los sobrevivió. Para siempre.

*** Francisco Poleo es analista especializado en Iberoamérica y Estados Unidos.