Rubén Amón-El Confidencial
- El expresidente recurre al ‘no sabía nada’ para distanciarse de una trama cuyo hedor malogra el sueño de una jubilación tranquila
El rasgo tan popular de la campechanía parece resentirse de una connotación teatral, encubridora. Y no es cuestión de situar en la misma categoría al rey Juan Carlos y a Mariano Rajoy, pero sucede que el exmonarca y el expresidente del Gobierno protagonizan un merecido escarnio póstumo que exige replantearnos los motivos afectivos de su popularidad. Campechanos y hasta vulgares, hombres sin atributos, que diría Robert Musil, el uno y el otro han construido una imagen pública que difiere de la sordidez de las respectivas cañerías.
La única cocina por la que se conocía a Rajoy era la de Bertín Osborne, anfitrión de un programa sumiso y hagiográfico que permitió a Mariano asomarse en los hogares como un tipo entrañable y ‘normal’, de tal manera que los espectadores pudieron identificarse con la trivialidad de su jefe de Gobierno y con la campechanía que sugestionaban sus propias intervenciones.
De nuevo, la obstrucción a la Justicia. Y como siempre, la firma de Villarejo, como si homologara conspiraciones cibernéticasNada que ver con los fogones de la Kitchen de Villarejo, ni con la obscenidad de una trama perversa y torpe cuyas costuras comprometen la credibilidad del Estado en el eterno retorno de la corrupción. Otra vez, la X y los fondos reservados. De nuevo, la obstrucción a la Justicia. Y como siempre, la firma de Villarejo, más o menos como si el comisario homologara cualquier conspiración celtibérica. Es él, Torrente, quien aporta la denominación de origen y el sello de calidad, hasta el extremo de que Pablo Iglesias lo ha utilizado como argumento exculpatorio propio, sin que pueda acreditarse la implicación de Villarejo en la ingeniería del caso Dina.
La trama nauseabunda de la Kitchen ha desenmascarado la ferocidad amable de Rajoy. Y ha malogrado las pretensiones de una jubilación que parecía modélica y honorable. MR no había sido el mejor presidente del Gobierno, pero era sin duda el mejor expresidente. Se había concedido a sí mismo un exilio interior del que ha sido zarandeado y del que ya no puede sustraerse, independientemente del alcance de las responsabilidades penales.
Será difícil demostrarlas. Intentarán Rajoy y sus ministros circunscribir la conspiración a la iniciativa de los rangos inferiores. Dirán que la culpa fue del chófer que espiaba a Bárcenas. Y que el desprestigio de Villarejo contradice cualquier expectativa de verosimilitud, pero el despecho de Francisco Martínez —exsecretario de Estado de Seguridad— y las pesquisas judiciales reconstruyen una estrategia pavorosa y piramidal a la que Mariano Rajoy pretende oponer el eximente de la ignorancia. No supo lo que pasaba debajo de su despacho cuando bullía la Gürtel, ni se percató de cuanto ocurría en su Gobierno cuando los titulares de Interior y de Defensa urdieron la aniquilación de Luis Bárcenas utilizando el dinero y los recursos del Estado, incluidos 71 policías destinados a la coreografía de la misión ‘doméstica’.
Kitchen ha desenmascarado la ferocidad amable de Rajoy. Y ha malogrado las pretensiones de una jubilación que parecía modélica
El objetivo del operativo no solo consistía en neutralizar al antiguo tesorero, sino en capturar todos los documentos con informaciones que comprometían a Mariano Rajoy (corrupción, sobresueldos, financiación). El mero rastreo que organizaron Fernández Díaz y Cospedal convierten al ‘Barbas’ en sospechoso. Nada tendría que temer Rajoy de Bárcenas si no dispusiera este de informaciones sensibles e inquietantes. Queda pendiente saber qué contienen exactamente los archivos secretos y quién los custodia ahora. ¿Hay copias? ¿Salvará Fernández Díaz la cabeza de Rajoy como Barrionuevo salvó la de González? ¿Podrá demostrar Francisco Martínez hasta qué punto la cadena de mando alcanzaba el despacho cenital de la Moncloa?
No sabía nada Rajoy, como nada supo González de los GAL. La estrategia predispone un prodigioso ejercicio de abstracción y de aislamiento, pero obliga a preguntarse quién nos ha gobernado realmente. No ya por haberse desenmascarado la falsa campechanía de Rajoy, sino porque la ignorancia demostraría que Mariano era un títere o un monigote en la Moncloa.
Cuesta mucho trabajo creerse esta versión. Requiere demasiada credulidad y candidez asumir que el líder del PP fuera un ignorante o fuese ignorado, pero ni siquiera la ignorancia puede considerarse virtuosa o exculpatoria. Todo lo contrario. La responsabilidad ‘in vigilando’ se añade al peso de la culpa en la cultura grecolatina que hemos heredado del mito de Edipo.
El rey de Tebas expía su responsabilidad arrancándose los ojos. No sabía que mató a su padre. No sabía que yació con su madre. Y no sabía que la plaga fue el escarmiento ejemplar de los dioses, pero la ignorancia fue una agravante. Y un motivo para el sacrificio.
Nada tendría que temer Mariano Rajoy de Luis Bárcenas si no dispusiera este de informaciones sensibles e inquietantes
La ignorancia, en cambio, es para nuestra clase política un estímulo y una escapatoria. No sabía Rajoy quién era Bárcenas. Ni Pujol quién era su padre. Ni la infanta quién era Urdangarin. Nada sabían Chaves ni Griñán de la corrupción estructural de los ERE, ni sabía Esperanza Aguirre que sus lugartenientes políticos, López Viejo y Granados, le hubieran organizado en el despacho contiguo la arquitectura de la Gürtel y de la Púnica.
No es fácil asimilar que fiemos nuestro porvenir a líderes o lideresas que saben lo que necesitamos pero no saben de quiénes se rodean. Políticos que hacen de la ignorancia una virtud. Y que por la misma razón recortan en Educación y en Cultura. La marca España no es la Ñ. Es la X. Si Rajoy es un ignorante, lo menos que puede hacer es arrancarse los ojos. O exiliarse en Abu Dabi.