Josu Ugarte y Francisco Javier Merino-El Correo
- El periodista italiano es una muestra de la conversión de la impuesta condición de víctima en lucha contra el odio
El periodista italiano Mario Calabresi ha sido premiado por el Gremio de Librerías de Gipuzkoa por su libro ‘Salir de la noche’ y hoy compartirá con la librería Lagun el Premio Internacional 2024 del Colectivo de Víctimas del Terrorismo (Covite). Se trata de reconocimientos a su labor como escritor y a una trayectoria profesional brillante: colaborador de diferentes medios y director de diarios tan prestigiosos como ‘La Repubblica’ o ‘La Stampa’. Pero sin duda la relevancia pública de Calabresi le vino dada mucho antes por su condición de víctima del terrorismo: cuando contaba poco más de dos años, su padre, Luigi Calabresi, fue asesinado por pistoleros a la puerta de su domicilio; se dirigía a su trabajo, la comisaría de Policía de Milán.
El conocido en Italia como ‘delitto Calabresi’ reunió tantos ingredientes, todos ellos trágicos, que vino a concentrar buena parte de los agentes, las prácticas y los valores que dominaron ese periodo que ha pasado a la historia como los ‘años de plomo’, concepto no acuñado en Italia, pero difundido en ese país y luego exportado también a España: el atentado en la Banca de la Agricultura, en la plaza Fontana, de Milán, el 12 de diciembre de 1969 (17 muertos); la muerte del anarquista Giuseppe Pinelli en la comisaría de dicha ciudad tres días después; el asesinato en mayo de 1972 del inspector Calabresi y las interminables peripecias judiciales subsiguientes.
Las víctimas tienen todo el derecho del mundo a dirigir su vida por los caminos que deseen. Hay quienes se marcan el objetivo de contribuir a mejorar la sociedad en la que viven y, a partir de una condición impuesta y terrible, ejercen de ejemplo cívico ciudadano con el objetivo de verdad, justicia y reparación, lejos del rencor y la venganza. Calabresi constituye una muestra de ese coraje cívico, de esa conversión de la impuesta condición de víctima en impulso para la defensa de los derechos humanos y la lucha contra el odio.
Porque las enseñanzas de los ‘años de plomo’ en Italia son fundamentales para entender un país que a día de hoy reproduce ideas y comportamientos poco democráticos. La violencia política no está presente en sus calles como en los años 70, pero en la época brotó a partir de ideas aparentemente pacíficas y nobles. Algunas de ellas, sin embargo, pasaron a invocarse como bienes absolutos, cuya consecución estaba por encima del respeto a la vida humana. Tanto las bombas indiscriminadas de la extrema derecha como el terrorismo selectivo de la extrema izquierda requirieron la deshumanización previa de las víctimas para su eliminación física al ser convertidas en medios al servicio de un fin superior.
En 1931, el régimen fascista de Mussolini exigió a los profesores de las universidades prestar un juramento de fidelidad. De los aproximadamente mil destinatarios del requerimiento solo doce rehusaron firmarlo. En 1971, 757 intelectuales suscribieron un manifiesto de denuncia de Luigi Calabresi. No sabían lo que había pasado exactamente la noche en que murió Pinelli, pero sí conocían la cruel campaña de acoso y amenazas que puso a Calabresi en la diana, y que culminó con su asesinato meses después.
Entre los firmantes había personas tan admirables por tantos motivos como Norberto Bobbio o Primo Levi. No se puede acusar a nadie de haberse equivocado en una opinión o un juicio político, pero sí de haber contribuido a la deshumanización del adversario. En ocasiones es ciertamente difícil no unirse a la corriente dominante. Se necesita mucho coraje para hacerlo. Eso vuelve más ejemplares a las personas que se atreven.
En declaraciones posteriores a los hechos, cuando la violencia había desaparecido prácticamente de la vida política italiana, algunos de sus autores -fundamentalmente exmiembros de las Brigadas Rojas, el grupo terrorista más letal- explicaban la acción de su organización como la expresión de un conflicto político, entendiendo sus asesinatos como una consecuencia poco menos que ‘inevitable’ de una sociedad en la que la violencia formaba parte de la vida cotidiana, a partir de los atentados de la extrema derecha.
Renato Curcio, preguntado por su consideración hacia las víctimas de sus asesinatos, afirmaba que nada podía hacer por aliviar su dolor, que él solo podía emitir juicios políticos. Se trata de un proceso exculpatorio bien conocido: deshumanización de las víctimas como premisa previa a su eliminación; reconocimiento del dolor que genera a sus allegados; y al mismo tiempo, exención de responsabilidades a los autores de esas muertes, en tanto que meros actores en un conflicto de raíces ancestrales y contornos difusos que parece dirigir como un ente impersonal las acciones humanas.
Si usted, paciente lector, ha llegado hasta aquí habrá entendido que cualquier parecido con nuestro entorno cercano no es mera coincidencia.