Marketing de Estado

IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El ritual sucesorio del Trono británico es una inteligente operación de propaganda institucional y orgullo identitario

Ninguna Corona europea ha logrado –la mayoría tampoco querido– convertirse en atracción turística. La británica no sólo lo ha conseguido sino que ha hecho de ese reclamo una formidable palanca publicitaria de la Monarquía. El espectáculo de las ceremonias oficiales de la realeza forma parte del decorado de las rutas de visita y la imagen de la difunta Reina, el nuevo Rey y su familia está presente en millones de objetos de recuerdo, desde llaveros a banderas o tacitas; durante la pandemia incluso sirvió de motivo icónico en las mascarillas. Pero toda esa abigarrada explotación comercial no es sólo un negocio de gran impacto: forma parte de una inteligente estrategia de propaganda institucional, de marketing de Estado. Representa una demostración popular, todo lo vulgar que se quiera pero muy eficaz, de orgullo identitario y sirve para apuntalar la identificación de los ciudadanos con una jerarquía simbólica de siempre difícil encaje en el mundo contemporáneo.

A idéntico propósito sirve también la solemnidad de la sucesión dinástica, una liturgia profana ejecutada con una precisión tan exacta como sobrecogedora en su dignidad protocolaria. Y aún faltan los funerales de la soberana, que ofrecerán al mundo una memorable exhibición de sentido de «pompa y circunstancia», así como la futura coronación del heredero, dilatada unos meses para sacar aún más partido del mismo proceso y aprovechar todas las oportunidades posibles de imbricar a la Corona en el tejido emocional del pueblo. De este modo, a la legitimidad acumulada por los siglos se suma la sobrevenida a través de la creación de una comunidad de sentimientos donde el destino de la nación aparece como un objetivo común en cuyo centro brillan los símbolos inmunes al paso del tiempo. Ayer alrededor de Isabel II, hoy de Carlos III y algún día del príncipe Guillermo.

Es una operación medida, acabada, detallista, perfecta, diseñada para que los ciudadanos sientan el peso de la Historia sobre sus propias cabezas, incluidos los de la enorme comunidad multicultural que configura la Gran Bretaña moderna. La secuencia de ritos, con su majestuoso formalismo, disimula la realidad de un país en franca decadencia y sublima el idealismo aspiracional de la población convirtiéndola en coprotagonista de una demostración de grandeza. El Gobierno y la oposición, las instituciones políticas y económicas, la sociedad civil entera –hasta la Premier League–, asumen con naturalidad el simulacro escénico, teatralizado, de una tregua durante la que aparcar los problemas y fingir una inexistente unidad interna ante el presentido final de una época. La duración del chute de autoestima puede ser efímera, y su virtualidad tal vez relativa; pero es difícil sustraerse a la sugestión magnética de este espejismo providencialista. Inexportable para desgracia de quienes lo contemplamos con cierta envidia.