Fernando Grande-Marlaska acumula veinticuatro solicitudes de reprobación (que con la de la próxima semana serán 25), muy por encima del segundo en este ranking de discutible mérito, que hasta el año pasado era, con siete, el que fuera aparente ministro de Consumo, Alberto Garzón. Tengo una idea aproximada de la sala de tortura en que se puede convertir la segunda planta del palacete de Castellana 5, el castillo en el que se refugia de las tormentas el ministro del Interior. Se trata sin duda del sillón más ingrato del Gobierno. 24x7x365. No has empezado a disfrutar de una buena noticia cuando te cae encima la siguiente, que, por puro cálculo de probabilidades, suele ser nefasta.
Por eso suelo aplicar altas dosis de indulgencia a la hora de evaluar la gestión de quien ostenta la máxima responsabilidad política en ese departamento. Si por alguna de las circunstancias posibles, que son infinitas, el foco de la crítica apunta sin piedad al titular de esa cartera ingrata, mi primera reacción es ponerme en el lugar del enfocado.
No se entiende la indiferencia con la que el ministro asiste al quebranto de la autoridad moral que se precisa para gobernar a hombres y mujeres que se juegan la vida a diario
Y me puse en su lugar cuando el ministro se vio obligado a dar la cara por el conjunto del Gobierno tras las muertes de inmigrantes subsaharianos o marroquíes en Ceuta o en Melilla, tragedias no siempre ajenas a la errática y oscurantista política de Pedro Sánchez en relación con Marruecos. Me puse en su lugar -aquí con algún esfuerzo, pero me puse- cuando se cuestionó el derecho del ministro a cesar, por pérdida de confianza, a un alto mando de las Fuerzas de Seguridad.
Silencios escandalosos
Puedo entender la resistencia de Grande-Marlaska a dimitir tras los trágicos acontecimientos de la frontera de Melilla, en tanto que Interior es el coche escoba que va recogiendo los detritus de nuestra esquizofrénica relación con Marruecos; o la responsabilidad esquivada después de que la Justicia le obligara a reponer en la jefatura de la Comandancia de Madrid al coronel Pérez de los Cobos. Asimismo podríamos concluir que la falta de medios que sufren las Fuerzas de Seguridad que vigilan el Estrecho quizá tenga más que ver con la tijera de Hacienda que con la decisión política de Interior. El ministro vive en un polvorín rodeado de llamas, y muchas veces la manguera es propiedad de otros. Pero lo que Marlaska no puede eludir es su responsabilidad respecto a aquello sobre lo que tiene completa autonomía de decisión: el crédito y la salud de su propia autoestima.
Ministro y juez, Fernando Grande-Marlaska (originariamente inscrito como Fernando Grande Marlasca en el Registro Civil de Bilbao), hijo de policía y ama de casa, debería haber dimitido cuando el Gobierno resolvió indultar a quienes alentaron y justificaron las agresiones a policías y guardias civiles en Cataluña (al igual que Margarita Robles, ministra de Defensa y jueza, dicho sea de paso); o cuando, tras un deshonroso pacto con Junqueras, ese mismo gobierno eliminó el delito de sedición y rebajó las penas por el de malversación. Marlaska, ministro y juez, debió abandonar el Ejecutivo después de que su presidente aceptara la amnistía que le exigió Puigdemont.
Su impasibilidad ha convertido a Marlaska en un peso muerto, en un ministro neutralizado por una desafección interna de efectos extremadamente inhabilitantes
La última oportunidad que ha tenido para recuperar parte de la dignidad perdida se la ha proporcionado la cochambre ética de los socialistas catalanes. La oposición del PSC a que el Parlamento catalán guardara un minuto de silencio por la muerte de los dos guardias civiles asesinados en el Estrecho, uno de ellos originario de Barcelona, es el último de los dislates que el ministro del Interior viene despachando con un escandaloso silencio. Su impasibilidad ante tanto despropósito convierte a Marlaska en un peso muerto, en un ministro neutralizado por una desafección interna de efectos extremadamente inhabilitantes.
En España el verbo dimitir dejó de conjugarse hace ya mucho tiempo, aunque hubo en el pasado otros ministros del ramo que abandonaron Castellana 5 por mucho menos. José Luis Corcuera dejó el gobierno porque el Tribunal Constitucional le cambió una palabra del proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana, que precisamente pretendía reforzar los instrumentos jurídicos contra el narcotráfico. A Antonio Asunción se le escapó Luis Roldán y actuó en consecuencia.
Hoy, cuando la normalización de la mentira en política ha hecho que se desplome el listón de la exigencia, ni uno ni otro ejemplo sirven ya para exigir a nuestros gobernantes ni coherencia ni moralidad. Si en Alemania descubren que una ministra copió una tesis cuando era estudiante, o te vas tú o te ponen de patitas en la calle. Aquí no. Aquí, si haces eso, hasta puedes llegar a presidente del Gobierno.
Y es ahí donde Marlaska lleva las de ganar: no dimite porque la dimisión, como la verdad, en este contexto denigrante de la política, han dejado de tener valor.