No hay proceso democrático sin un Estado que lo garantice. Existió en Irlanda, pues tenía en todo momento la palabra decisiva; y donde no existió, en Yugoslavia, acabó en un desastre. Para Brian Currin todo vale: poner en la balanza la violencia terrorista y la fuerza legitima del Estado, negar la validez de la ley, o la de las sentencias, como la del Tribunal de Derechos Humanos…
Muchos comentaristas comparábamos la situación que padecíamos en Euskadi con la película del Día de la Marmota, en que todas las jornadas se repetían con las mismas situaciones que ya se habían vivido. Nada cambiaba, todo permanecía, hasta que dejó de permanecer en un higiénico ejercicio democrático. Frente a la Euskadi de la marmota, la del soberanismo, el conflicto, la amenaza de ETA multiplicada por la presencia de Batasuna, se abrió, hace un año, la Euskadi del cambio. Puede ser pretencioso llamar a la nueva Euskadi la de los lebreles, pero permítanmelo, aunque cojeen bastante en esos zarzales de los espacios míticos intocables erigidos por 30 años de nacionalismo, porque lo han sido a la hora de traer rápidamente la normalización política.
Las relaciones con el Estado y el resto de España son relaciones y no exabruptos. La Ertzaintza es una policía y no un tabú. A ETA le cuesta hacerse presente. Ni el euskera ni el Concierto están en peligro, aunque ambos sean materias que nadie ose analizar, temiendo toparse con ellas. Por contra, la Euskadi de la marmota vuelve al soberanismo, revolviéndose sobre su nacionalismo más agresivo. Concentra a sus mesnadas en el BEC para repetir lo pasado, y adorna la Diputación de Guipúzcoa con la lápida al desacato frente a la legalidad y la normalidad de colocar la bandera de España. A la vez, la izquierda abertzale, escenificando sospechosamente la euforia de los que superan un estreñimiento, nos presenta su reflexión sobre lo mismo.
No tenía más remedio el mundo abertzale que escoger a un sudafricano, Brian Currin, como publicista de su reflexionada propuesta. Cualquiera con bagaje político y una cierta calificación democrática sabe que no hay proceso democrático sin un Estado que lo garantice. Existió en Irlanda, pues tenía en todo momento la palabra decisiva, y donde no existió, en Yugoslavia, acabó todo en un desastre. Yo esperaba en Currin un poso de cultura política anglosajona y lo que he descubierto ha sido la pragmática pedestre del afrikaner, la del colono solitario, descalzo, pues su idiosincrasia no gusta de usar zapatos, y sí de un inseparable fusil, que no tuvo más remedio que desembarazarse de un Estado racista. Un personaje, no acostumbrado a sistemas políticos occidentales, para el que todo puede valer, poner en una misma balanza la violencia terrorista y la fuerza legitima del Estado, negar la validez de la ley, como la de Partidos; la validez de las sentencias, como la del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, rechazar la justicia y la acción policial. Es decir, puede presentar la enésima versión del mismo documento del nacionalismo radical, carente de la renuncia a la violencia, sin pudor. No creo que nadie con sentido democrático crea que estamos ante algo nuevo, pues siguen celebrando, todos ellos, el Día de la Marmota cuando el reloj volvió a andar hace un año.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 2/3/2010