En el fondo de la cuestión del burka está el mayor interrogante cultural planteado. ¿Es posible integrar a los extranjeros que se proponen permanecer como extraños a la comunidad? ¿Es posible construir una sociedad plural con aquellos que rechazan los principios de la pluralidad? ¿Puede existir una ciudadanía democrática concedida a cambio de nada?
Confieso que también yo creí, en un primer momento, que la polémica sobre el uso público del burka y el niqab era prematura y artificial. Me parecía una forma inquietante de buscar tres pies al gato de la inmigración musulmana. Una peligrosa manera de convertir un comportamiento minoritario, apenas detectable, en un problema real. No me sorprendía, naturalmente, que una parte de las críticas más severas contra el burka procediera del feminismo. Lo que sí me dejaba perplejo es la coincidencia de la causa femenina con las proclamas de algunos grupos reaccionarios y xenófobos. ¿Y qué decir de los que abanderan en los ayuntamientos la negativa a prohibir el burka? ¿Acaso no son precisamente los que con más severidad critican cualquier manifestación pública de religiosidad católica?
Tres visiones muy distintas y contradictorias han mezclado confusamente sus argumentos en esta discusión. La polémica traduce, en primer lugar, y como acabamos de ver, el debate sobre la condición femenina. Pero lo traduce de manera sesgada. La lucha occidental por la dignificación de la mujer ha costado sangre, sudor y lágrimas; es percibida como una conquista irrenunciable. Pero lo cierto es que algunas manifestaciones de la sumisión femeninas parecen más soportables que otras: mientras el burka es percibido como una esclavitud, se generaliza ante la indiferencia general la restauración del mito de la mujer objeto, mito que el primer feminismo combatía ferozmente, pero que la moda, la publicidad y la televisión están normalizando.
La mujer ha conquistado en pocas décadas importantes cotos profesionales y simbólicos antaño reservados a los hombres, pero nuevas formas de esclavitud se le imponen sin que nadie rechiste (también se imponen a los hombres, aunque en un grado mucho menor): la tiranía de las medidas corporales o la idea de que el paso del tiempo es una vergüenza, por ejemplo. Estas formas de opresión femenina causan gran malestar, aunque silencioso. Un extraño pudor social impide cuestionar la dictadura de la belleza y la obligación de la eterna juventud. Ahí están, para confirmarlo, el auge de la cirugía estética o la generalización de los llamados desajustes alimentarios.
El segundo aspecto relacionado con la discusión del burka no acostumbra a expresarse por escrito. Me refiero al sentimiento de rechazo a lo desconocido.
Muchos de los que están obligados por razones socioeconómicas a convivir con los inmigrantes tienden a percibirlos como un peligro. Los recién llegados visten, comen o tienen costumbres que, por desconocidas, generan lógica extrañeza en los autóctonos. Una extrañeza que se dobla en miedo e incertidumbre ante la rapidez y la masificación de un fenómeno que ha cambiado sus escenarios cotidianos. Mientras unos hablamos de estos temas en teoría (después de obtener de los inmigrantes, generalmente, grandes beneficios: cuidados para nuestros ancianos o limpieza de nuestros baños, sin ir más lejos), otros perciben las costumbres de los inmigrantes como expresión visible y explícita de una competición a la que deben enfrentarse, quiéranlo o no, sea en el mercado laboral, sea en la vida social (las escuelas, los centros asistenciales, las plazas, las escaleras de vecinos).
Pero no todos perciben a los recién llegados como iconos de una nueva y dura competición. Al contrario: no son pocos los que se enfrentan incluso al burka o el niqab como si se tratara de un espectáculo exótico, de un desfile de moda étnica. Con una actitud entre embelesada y paternalista, abanderan el relativismo cultural mientras redactan un nuevo capítulo del mito del buen salvaje. Un mito que, como explica en su libro Ferran Sáez Mateu, avanzó en Europa, en paralelo a la Ilustración y al progreso técnico-científico, como expresión de la nostalgia de lo ancestral. De manera que, mientras en nuestras sociedades es muy frecuente el desprecio de lo tradicionalmente autóctono, son reverenciadas las tradiciones procedentes de un mundo supuestamente más auténtico.
Hay que sortear una colección de prejuicios y tópicos para llegar al dilema principal. ¿La prohibición de estas prendas servirá para agravar el conflicto de civilizaciones o, por el contrario, se inserirá en una política de acogida inteligente que tienda a salvar escollos y a fomentar la integración? ¿Prohibir estas prendas es un acto finalista o se incardina en una política de fomento del islam moderado?
Que el islam radical no es una broma entre nosotros lo explicaron recientemente en La Vanguardia Eduardo Martín de Pozuelo y Florencio Domínguez en un reportaje francamente inquietante sobre la expansión del salafismo entre los inmigrantes musulmanes del valle del Ebro y del Mediterráneo. En el fondo de la cuestión del burka, está el mayor interrogante cultural que la realidad nos está planteando. Lo formularé en los términos de Giovanni Sartori, un defensor de la sociedad abierta, alarmado ante la penetración de una cultura que, como la islámica, incluso en su versión más moderada, insiste en la superioridad de la creencia sobre la democracia, en la supremacía de la umma sobre la ciudadanía. ¿Es posible integrar a los extranjeros que se proponen permanecer como extraños a la comunidad que los acoge? ¿Es posible construir una sociedad plural con aquellos extranjeros que rechazan los principios de la pluralidad? ¿Puede existir una ciudadanía democrática gratuita, concedida a cambio de nada?
Antoni Puigverd, LA VANGUARDIA, 21/6/2010