JORGE BUSTOS-EL MUNDO
España es un país con un presidente que ni gana ni convoca elecciones cuyo poder depende de los enemigos de la Constitución y cuyos Presupuestos se negocian en el trullo entre un golpista beato y un antisistema con chalé. Lo que no sabemos aún es si esta descripción de hechos corresponde a las luces de bohemia de un olvidable paréntesis en la historia de la cuarta economía del euro o si avanza el prólogo de una degeneración profunda de la que, al cabo de un sexenio ominoso de sanchismo, emerja una confederación de repúblicas deficitarias, unidas únicamente por la alienante propaganda de sus muecines mediáticos y por el voto clientelar regado con impuestos.
La legislatura de Sánchez es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, pero nuestro Macbeth plagiado de El rincón del vago guarda con el original la semejanza de carecer de escrúpulos. Hará lo que haga falta por retrasar las urnas hasta que sus publicistas hayan acabado de confeccionarle el traje del emperador: se cobrará la salud mental de Delgado obligándola a resistir, enterrará la carrera de Calviño o humillará a Borrell y a Felipe VI por un voto indepe más. Porque nos gobierna un hombre herido que un día juró venganza y al que la sonrisa del destino le concedió la dulce posibilidad de practicarla a costa de nuestras instituciones y bolsillos. Es un espectáculo contemplar desde la tribuna de prensa cómo le aplauden a rabiar todos esos diputados susanistas que venían a susurrarte la calaña de Pedro, lo loco que estaba, el peligro que suponía. Y ahí les tienen ahora, partiéndose las manos por un puesto en las listas.
¿Y enfrente qué tenemos? Pues poca cosa, damas y caballeros. Se advierte desmoralización, por no decir miedo. Las costuras del monstruo de Frankenstein están reforzadas: Rufián pregunta lo que conviene a Moncloa para lucimiento del matriarcal anfitrión de la niña Irene; Iglesias ni siquiera levanta la vista del iPhone: sus servicios de lacayo del PSOE esta vez los presta en Lladoners. La unidad de acción en el bloque de censura es una coreografía china al son del odio al centroderecha: las sesiones de control al Gobierno –y los plenos del martes son peores– se convierten en sesiones de cerco a la oposición, por fascista, y algunas castafiores del PP terminan asustándose. El ejemplo más patético lo brindó Dolors Montserrat, que no siguió nuestro consejo de cambiar la ráfaga por el disparo de precisión y derrapó estrepitosamente en la verbalización de una letanía de escándalos que, en vez de acrecer la indignación, disuelven su gravedad. Calvo no se privó de apuntillarla («¿Ha sido una performance?») y Delgado solo sufrió un poco ante Beatriz Escudero, la que llamó imbécil a Rufián. A falta de Hernando, Escudero pide minutos si se trata de vivir en la resistencia. El padre Joserra parecía estar confesando a Borrell por un pecadillo venial, cuando la CNMV ofrece munición para una masacre parlamentaria. Y Casado clava los tiempos, pero sigue queriendo meter demasiadas cosas en su intervención, abrochada con la cita de Thatcher: «El socialismo fracasa cuando se acaba el dinero de los demás».
Ante el PP, Sánchez siempre puede invocar el hachazo fiscal de Montoro y fatigar la manida senda: crispación, antipatriota, y tú más. Más nervioso se pone cuando le pregunta Rivera: ante el que fue su aliado se le muda el semblante, se le oscurece la línea de los ojos. Se esfuerza por dominarse para no dar otro triunfo a Rivera, que le llamó fraude y le invitó a dejar de temer el voto de los españoles. El presidente farfulló una inaudible homilía sobre ricos, pobres y feminismo, pero logró no perder los papeles.
Qué cuatro meses. La oposición no crispa ni la mitad de lo que debería.