Kepa Aulestia, EL CORREO, 23/6/12
La sentencia del Tribunal Constitucional ordenando la inscripción de Sortu en el registro de partidos políticos devuelve a la izquierda abertzale a la legalidad dieciséis meses después de la aparición de la nueva marca. Todo gracias a unos estatutos que la comprometen con un futuro de «vías exclusivamente políticas y democráticas» y de «rechazo» a la violencia que pudiera darse a partir de ahora, aunque la «indubitada ruptura respecto a las organizaciones ilegalizadas» constituya un remedo jurídico para eludir cualquier autocrítica respecto a un pasado connivente con ETA. Este último hecho ha llevado al presidente del PP vasco, Antonio Basagoiti, a señalar que la izquierda abertzale «será legal pero no demócrata, porque tiene 900 asesinatos detrás y ha sido incapaz de pedir a ETA que desaparezca». La propia sentencia establece las circunstancias por la que la resolución podría ser revocada: si Sortu equipara el sufrimiento de las víctimas del terrorismo con la aflicción penal de los victimarios o las humilla, si auspicia la exclusión y el aislamiento social de determinados colectivos, si parangona el terrorismo con la actuación legítima del Estado, si justifica o ensalza la violencia y a las organizaciones ilegalizadas. Estas condiciones convertirían la decisión del Constitucional en una «legalización vigilada», según Sortu. Pero la casuística que contempla el TC para una eventual ilegalización tendría que revelarse tan explícita que presupondría una involución del proceso protagonizado por la izquierda abertzale. A efectos de inscripción en el registro de partidos legal es sinónimo de democrático, puesto que no existe modo alguno de baremar jurídicamente esta segunda característica al margen de la reflexión o de la crítica política.
Cuando se ha sido cómplice y dado cobertura al empleo del terror como estrategia política, la renuncia a las armas aparece como un cambio tan rotundo y deseado que acalla muchas reticencias. La naturalidad con la que la izquierda abertzale se desentiende del mal causado no representa un ardid táctico, sino que forma parte de su cultura y de los recursos digestivos de sus bases. El extremismo tiene la réplica siempre a mano; cualquier reproche dirigido hacia su intolerancia es respondido con otro reproche más o menos victimista que acaba justificando lo injustificable. La paz «no es solo ausencia de violencia» –rezan los estatutos de Sortu– porque se entiende que ha de ir rebosante de contenido, es decir de concesiones favorables a quienes renuncien a las armas. La paz no es solo ausencia de violencia, cabría objetar, ni siquiera se logra con la certeza razonable de que el terror haya sido desterrado para siempre. Es imprescindible cuando menos que los violentos y sus adláteres renuncien a justificar la barbarie pasada.
El «pueblo» al que los representantes de Sortu apelaron como artífice de su inscripción legal es bien distinto a la sociedad hastiada de su conducta, a la ciudadanía que ha venido reclamando el final de la violencia, al país que obligó a ETA a desistir de su empeño violento. La superioridad que ese «pueblo» confiere a la izquierda abertzale como su más genuino representante puede resultar más que irritante. Porque a la desfachatez de pasar página sin atenerse al juicio histórico que su trayectoria merece se le suma la pretensión de postularse como la auténtica expresión de los intereses y aspiraciones del citado y apropiado «pueblo». El uso de la violencia o su comprensión es el motivo más grave por el que una formación política puede ser considerada no demócrata e incluso ilegal. Pero la legalidad permite que unas siglas determinadas se arroguen misiones trascendentes que las sitúan muy por encima de su representatividad electoral, como si albergaran valores superiores al de la adhesión social que cosechan.
El sometimiento a una sociedad ineludiblemente plural oscila –en el neonato discurso de Sortu– con la querencia de un «pueblo» homogéneo y hasta uniforme cuando menos en la interpretación de sus intereses, que solo se realizarán plenamente mediante su independencia, de manera que todas las demás opciones resultan prescindibles. La democracia parlamentaria da lugar a un sistema de partidos, pero en la tradición dominante estos no se comportan como entidades públicas sino como reductos privados sobre cuyo funcionamiento interno, sus procesos de decisión y sus planteamientos ideológicos o programáticos nada puede decirse más allá de lo establecido en la Ley de Partidos. Sortu acomodará sus déficits democráticos en las facilidades que brinda la democracia.
El proceso constituyente de Sortu se anuncia como la primera ocasión en la que la izquierda abertzale va a adquirir una organicidad propia libre de la tutela directa de ETA, aunque se articule bajo el control de los fedatarios de su pasado. La nueva marca legal echará en falta esa última palabra con la que la banda terrorista acostumbraba a zanjar las dudas en el seno de la izquierda abertzale y a designar a los responsables y representantes de la misma. Lo cual pondrá a prueba el sentido disciplinario en el que se ha movido la izquierda abertzale con la formación de un colectivo de integrantes o «sortzailes» que, por primera vez, contarán con más derechos de participación política que de obediencia gregaria al dictado del núcleo duro.
En cualquier caso, en un mundo tan proclive a dar uno o dos pasos hacia atrás cada vez que parece avanzar hacia delante, será interesante comprobar si el congreso constituyente de Sortu mejora, en términos democráticos, el contenido de los estatutos visados por el Tribunal Constitucional o si, por el contrario, rebaja su convencional calidad. La gestación de «un poder popular mediante la participación social real en las decisiones políticas, económicas y sociales» constituye una enmienda tan indefinida como inquietante a la democracia representativa. El anuncio de que las instituciones no son más que realidades contingentes, que unas veces pueden encarnar el sentir popular y otras mostrarse como obstáculo para la voluntad social, refleja las dificultades que entraña un lenguaje –el de la izquierda abertzale– alejado del común denominador. Sortu será más legal que demócrata desde su origen. Es lo que hay.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 23/6/12