Ignacio Marco-Gardoqui-El Correo
La guerra de los aranceles se endurece, con más países concernidos y más productos gravados. Ahora estamos con el acero y el aluminio y se enrarece con la adopción de la variable fiscal, al incluir en el problema la tasa mínima a las multinacionales que dábamos por superada tras el acuerdo alcanzado entre 142 países de la OCDE y que ha sido abandonado recientemente por Trump. El nuevo presidente americano revuelca el orden comercial mundial y no sería de extrañar que, al terminar, empezase enseguida con el orden político. Sus conversaciones, no sé si secretas pero sí discretas, con Putin no quedarán en meras charlas de café y Zelensky se enfrenta al desagradable orden de las entrevistas, a las que acudirá después del sátrapa ruso, y quien sabe si con la solución ya previamente pactada, sentado a la firma frente a un desagradable acuerdo de adhesión.
El mundo se asusta ante la deriva enloquecida del presidente Trump. ¿Qué hacer ante ello, cuál es la respuesta adecuada? No sé cuantas veces tendré que aclarar que yo no le hubiese votado, para despojarme del desagradable tufo trumpista que me acompaña, pero eso da igual. Lo que interesa debatir es cómo encaramos esta fase del conflicto.
Lo primero, es necesario entender que, en el fondo, Trump hace lo mismo que hacemos los demás, solo que tiene mucha fuerza y una elevada capacidad de presión. La UE ha dicho que defenderá sus intereses cueste lo que cueste. ¿Qué hace Trump? Defender los suyos. La diferencia es que utiliza para ello armas que consideramos inapropiadas, con demasiados daños colaterales para todos. Pues habrá que convencerle de lo inapropiado de su actuación y eso solo ocurrirá si le mostramos los daños que provocará en los EEUU, que es lo que a él le ocupa.
Habrá que mostrarse unidos, en bloque, (¿lo está Europa?) y decididos. Europa es razonablemente fuerte si se mantiene unida y es débil si muestra grietas como consecuencia de la diversidad de sus intereses. Convendría también despejar antes el problema de la imposición mínima del impuesto sobre sociedades, con una solución que conjugue el respeto a la soberanía fiscal de cada país con la garantía de que cada uno pueda gravar lo que le corresponde por la actividad desarrollada en su territorio, cosa que no sé si cumple el acuerdo de la OCDE.
Y, desde luego, no perder la calma. Cuanto más se complique todo, más evidente será la conveniencia de arreglarlo. Quizás sea ingenuo, pero es necesario.