Ignacio Varela-El Confidencial
- Las luchas ideológicas quizá queden bien en tiempos de bonanza; pero en medio del terremoto, resultan un estorbo para la mayoría
Cuenta la leyenda que el famoso ‘cheque bebé’ de Zapatero en 2007 (2.500 euros de regalo para quien tuviera o adoptara un hijo en España, sin ningún otro requisito) se improvisó en un Consejo de Ministros porque la ‘medida estrella’ que tocaba anunciar ese día no se pudo aprobar por problemas técnicos y la rueda de prensa del viernes quedó sin un titular que ofrecer. Como tal cosa no podía consentirse, alguien lanzó la ocurrencia y media hora después se hizo pública. Hubo que suministrar varias dosis de calmantes al ministro de Economía, pero eso importó poco frente al pelotazo mediático de la medida. Tres años después, en la macabra sesión del Congreso del 12 de mayo de 2010, en la que Zapatero se hizo el harakiri ante todo el país, el carísimo obsequio populista fue una de las muchas cosas que cayeron en la montonera.
Entre una y otra fecha, aquel Gobierno aprobó y presentó no menos de 15 paquetes consecutivos de medidas, presuntamente orientados a frenar una crisis a la que nunca logró tomar la medida, acompañados de varias campañas publicitarias. Lo único que consiguió, además de extender la confusión y la incertidumbre económica, fue que el personal terminara de encabronarse y convencerse de que carecía de una política articulada para hacer frente a la crisis.
Nunca fue buena idea combatir las crisis que hacen temblar a la sociedad con recursos de comunicación o con sucesivos ‘paquetes de medidas’ más o menos efectistas que hacen aparecer al gobernante como si fuera el director de Marketing de unos grandes almacenes: hoy toca la semana fantástica, mañana las rebajas de otoño, a continuación los ofertones de primavera o el mes de las grandes oportunidades (todo ello con engañifas del tipo ‘solo por 19,99’, porque la clientela es idiota y no sabe contar hasta 20), y así se va fingiendo que las vacas flacas engordan, hasta que un día la vaca no da más de sí y revienta.
Hace más de un año que se sabe que estamos ante una crisis energética de profundidad abismal, que es a la vez causa (una de ellas) y acelerador de una espiral inflacionaria que ha pillado en bragas a todos los poderes del mundo desarrollado, incluidos los bancos centrales. Entre una y otra, una pandemia y una guerra. Nada de eso lo ha creado Sánchez; pero en la forma de abordar una multicrisis de estas dimensiones se nota la diferencia entre los países que hicieron en su día las reformas estructurales que exige el tiempo histórico y los que las tienen contumazmente pendientes, y también entre los gobiernos que hacen política de verdad y los que solo saben disimular su incapacidad haciendo propaganda.
Por el bien de todos, no debería llamarse a engaño el presidente del Gobierno. En tiempos de gran tribulación como los que vivimos, a nadie tranquiliza ver a quien conduce el país actuando como una especie de mago ilusionista que cada semana saca de la chistera un conejo —o una colección entera de ellos— como si dispusiera de recursos inagotables y los fuera administrando al compás de las exigencias publicitarias del calendario. No se trata tan solo de que España tenga pendiente desde hace más de una década una revisión a fondo de su modelo energético; es que, a medida que se amontonan los anuncios de medidas obviamente improvisadas y frecuentemente contradictorias entre sí, se constata que este Gobierno carece de un plan integral contra esta crisis y aumenta la incertidumbre de empresas y familias cuando falta muy poco para que haya que encender las calefacciones.
Si el Gobierno realmente disponía de todo ese catálogo de descuentos, ayudas, rebajas y abaratamientos, lo suyo habría sido, en primer lugar, ordenarlos; después, integrarlos en un plan coherente que el Parlamento pudiera examinar y discutir con el detenimiento que requieren las decisiones trascendentales; evaluar con precisión su coste para las arcas públicas y su impacto en los equilibrios económicos, singularmente el déficit y la deuda. Y, por supuesto, compartirlo con todos los agentes implicados: la oposición parlamentaria, los gobiernos autonómicos, las empresas del sector, las organizaciones de consumidores… tratando de concitar el mayor grado posible de complicidad social ante la emergencia.
Nada de eso ha ocurrido. Más bien al contrario, se ha alimentado una dinámica demagógica de añeja lucha de clases con un discurso rudimentario de pobres contra ricos (pese a que muchas de las medidas no distinguen a unos de otros). Se ha señalado a las compañías energéticas y a los bancos como los nuevos enemigos del pueblo que chupan la sangre de ese engendro ideológico bautizado como ‘clase media trabajadora’. Se ha estimulado la confrontación entre territorios en función del color político de sus gobiernos, y se viene tirando de chequera como si las arcas púbicas fueran un saco sin fondo para que el presidente pueda hacer un ‘ale-hop’ deslumbrante en cada una de sus comparecencias públicas.
Por otro lado, lo que menos necesita la sociedad que se siente amenazada y empobrecida por el monstruo de la inflación galopante es una batalla falsaria sobre la naturaleza ideológica de los impuestos. Ponerse a discutir a estas alturas si los impuestos son de derechas o de izquierdas es de las cosas más inútiles y anacrónicas que pueden hacerse cuando el personal está acogotado y el Estado no tiene ningún problema de recaudación (más bien al contrario). Como lo es vestir al maniqueo escenificando un debate —inexistente en la realidad española— sobre el modelo sanitario español en contraposición al norteamericano, como si alguien aquí estuviera tratando de importar aquel.
La reforma fiscal es una de las muchas que permanecen congeladas desde hace lustros, siendo la polarización la causa de la paralización
La reforma fiscal es una de las muchas que permanecen congeladas desde hace lustros, siendo la polarización política la causa principal de la paralización de todo lo importante. Pero tampoco ha articulado este Gobierno una política fiscal reconocible que ayude a aliviar a la población del castigo de la inflación, más allá de la voracidad recaudatoria para financiar el derroche populista y de unos cuantos gestos para la galería de dudosa eficacia redistributiva. Por supuesto, este Gobierno ha dimitido, como todos sus antecesores, de la pieza maestra, que es la lucha efectiva contra el fraude.
De verdad, señoras y señores del Gobierno y dirigentes políticos en general: las luchas ideológicas, sobre todo si son tan impostadas, viejunas y repletas de simplezas como la que ustedes practican, quizá queden bien en tiempos de bonanza; pero en medio del terremoto, resultan un estorbo para la mayoría. Y quien las atiza tiene una gran probabilidad de ser visto como un impostor —lo que, dado el caso concreto que nos ocupa, tampoco requiere un gran esfuerzo—.
En todo caso: si deciden hacer propaganda en lugar de política —o si, como sospecho, son incapaces de distinguir una de otra—, lo menos que puede pedirse es que la propaganda sea de cierta calidad y no los burdos trucos dialécticos que le escriben a Sánchez, a quien se la van cayendo las cartas falsas de la bocamanga cada vez que se acerca a un micrófono.