El Correo-RAÚL LÓPEZ ROMO Historiador, Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo
Hay personas que siguen sintiendo una enorme incomodidad ante las víctimas del terrorismo. Se ve en las redes sociales, donde aquellas con un perfil público son el blanco de insultos e injurias brutales: «fascista», «roja», «vividora», «rencorosa», y así un rosario de imprecaciones que buscan herir y denotan un profundo resentimiento, pero que retratan a quien las lanza, no a quien las recibe. Alguien me dirá que esto lo puede sufrir cualquiera en la selva digital. Bien, entonces veamos otro indicador de lejanía: un 45% de los vascos declaraba conocer directamente a algún preso de ETA, pero solo un 29% a un amenazado por esta banda. Los datos, del Euskobarometro, fueron publicados en un informe del Centro Memorial en julio de 2017.
Por su parte, la tesis doctoral de Roncesvalles Labiano sobre las víctimas de ETA en el cine y la literatura, recientemente defendida en la Universidad de Navarra, indica que hay una serie de películas y novelas protagonizadas por una víctima vengativa. Los creadores de ficción son libres para desarrollar tramas libremente, faltaría más, pero es significativa la repetición de un perfil que en la vida real nunca se ha dado. Raúl Guerra Garrido, a quien tanto debemos por su pionero compromiso contra ETA, se felicitaba hace poco por haber errado en esa profecía de la venganza, que reflejó en su novela ‘La costumbre de morir’ (1981). El escritor se cuestionaba qué habría hecho él si le hubieran matado al padre o a la hermana. Cualquiera puede planteárselo. El golpe es devastador y las reacciones, imprevisibles. Pues bien, no nos cansaremos de repetirlo mientras haga falta: la gran lección moral de las víctimas del terrorismo en España es que ninguna decidió tomarse la justicia por su mano.
Aparte de este hecho, muchas víctimas del terrorismo, tanto aquí como en el extranjero, hacen una contribución encomiable en diversos terrenos, fundamentalmente en la prevención de la radicalización. Dan su testimonio en entrevistas o documentales. Participan en planes educativos para llevar su voz a las aulas. Denuncian las muestras de apología del terrorismo que siguen apareciendo en nuestro entorno. Canalizan las necesidades de tratamiento psicológico o médico de personas especialmente vulnerables, que siguen padeciendo secuelas físicas o psíquicas incluso muchos años después de sus atentados. Organizan homenajes para mantener la memoria de sus seres
queridos asesinados… Esta labor molesta de tal forma a los terroristas que han llegado a ponerla en su punto de mira.
Pondré dos ejemplos. Hace dos años la Association Française des Victimes du Terrorisme recibió una solicitud de reunión que les resultó extraña. Decidieron avisar a la Policía, que fue la que acudió a la cita. Al detener al sospechoso le incautaron una pistola y un cuchillo. Hoy sigue encarcelado por intento de atentado yihadista. La AFVT, que participa como acusación particular en más de 50 procesos judiciales por terrorismo, guarda medidas de autoprotección y cuenta con vigilancia de seguridad en su sede de París.
Veamos otro caso más próximo. En octubre de 2000 a Consuelo Ordóñez y a Cristina Cuesta, fundadoras de Covite y militantes de Basta Ya, les pusieron escolta a la vez que al resto de cabezas visibles de dicha plataforma ciudadana. Para entonces habían sufrido distintas amenazas y agresiones, incluyendo un ataque con siete cócteles molotov contra el domicilio de Consuelo en San Sebastián, en julio de 2000. Cristina decidió salir inmediatamente al exilio. No quería hacerle pasar a su madre por el mismo trance vivido años atrás. Los Comandos Autónomos Anticapitalistas habían matado a su padre, el delegado de Telefónica en Gipuzkoa Enrique Cuesta, junto a su escolta, el policía nacional Antonio Gómez, en marzo de 1982. Al final, Consuelo, hermana de Gregorio Ordóñez, asesinado por ETA en enero de 1995, también tuvo que marcharse de Euskadi, siguiendo un camino que aún no sabemos cuántos se vieron obligados a recorrer. A la altura del año 2002 había mil personas escoltadas por culpa del terrorismo etarra. Eso sin contar a los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y del Ejército, todos ellos amenazados.
Las víctimas del terrorismo, organizadas en asociaciones o por libre, no solo han roto la cadena del mal al no responder a sus agresores con sus mismas armas, y no solo hacen una contribución pedagógica y democrática de primer orden al proteger los derechos de todos, también los de los verdugos, para los que nunca han pedido, por ejemplo, la pena de muerte. Además, son mucho más que víctimas. Lejos de encasillarlas en ese rol como si fuera su único rasgo de personalidad; lejos de atribuirlas una sola identidad que las vincula para siempre a un hecho traumático que no eligieron padecer, hay que verlas como lo que son: mujeres y hombres, madres o hermanos, aficionados a los viajes, al deporte o a la literatura, policías, tenderos o pensionistas, de izquierdas o de derechas, jóvenes y mayores, etc. Todos estos elementos, y otros muchos, son los que van conformando la identidad plural y compleja de cada una de estas personas, que, como cualquiera de nosotros, también son falibles. Las víctimas están en la sociedad. Es esta la que debe reducir el espacio mental que aún la separa de ellas.