LUIS HARANBURU ALTUNA, EL CORREO – 04/11/14
· La sociedad homogénea, constituida solo por amigos, es una utopía antidemocrática que merece la repulsa.
Monseñor Uriarte se preguntaba desde estas páginas acerca de si es preferible la convivencia o la reconciliación. El optaba por la reconciliación, considerando que la convivencia «significa bastante menos». La reconciliación, dice monseñor, es un proceso, mientras que la convivencia significa un estado final. Según se deduce del texto del obispo emérito de San Sebastián, los vascos nos encontramos inmersos en un proceso de reconciliación que debe potenciarse. Siento discrepar.
La palabra reconciliación tiene hondas evocaciones teológicas, pero también fue utilizada por Santiago Carrillo al proponer su receta para la salida del franquismo. La reconciliación, no obstante, carece de acotaciones claras en política y lo mismo puede significar una cosa que su contraria. En el caso de monseñor Uriarte parece abonar las tesis sustentadas por el señor Fernández, secretario para la paz y la convivencia. No es casual, en todo caso, que monseñor Uriarte formara parte de aquella comisión que elaboró el listado de víctimas donde se amontonaban indiscriminadamente víctimas de distintas violencias. La reconciliación puede entenderse así, como el concepto omnicomprensivo que acogería todas las violencias habidas en el País Vasco sin mirar el cariz y el calibre de cada cual. Muy en la línea teológica se trataría de reconciliar a los enemigos en un abrazo del que la convivencia surgiría como fruto y consecuencia. Es decir, reconciliémonos primero, para convivir después.
Se podría estar de acuerdo con la tesis de monseñor Uriarte siempre y cuando no estuviéramos hablando de política, pero estamos inmersos en un proceso político donde conviene tener las ideas claras y distintas. Porque distinta es la reconciliación según hablemos de teología o de política. El teólogo que es monseñor está en su derecho de predicar las excelencias de la reconciliación, pero en el plano político no se debería utilizar el término para confundir y para diluir las claras responsabilidades políticas de unos y de otros.
La democracia se asienta sobre la convivencia entre los distintos. Para convivir no hace falta proliferar los abrazos, ni excederse en manifestaciones de mutuo afecto, basta con respetarse. La democracia tiene unas formas que son las que nos sirven para hacernos mutuamente tolerables, pero la democracia tiene, también, sus fundamentos y contenidos; el principal, sin duda, es el valor de la tolerancia. El hombre en su estado natural es un ser proclive a la violencia, pero la sociedad democrática reconduce la innata violencia de los humanos para hacer posible la convivencia entre distintos. Porque de eso se trata, de que somos distintos y por ello necesitamos de la democracia para soportarnos y convivir en sociedad. Ni Hobbes, ni Spinoza, ni Rousseau consideraron la reconciliación como método y camino para la convivencia. Es el estado democrático quien garantiza el que vivamos juntos quienes somos diferentes. Para ello no se precisa ninguna reconciliación.
El problema reside en que existen ideologías políticas que consideran a la sociedad como un ámbito donde se dilucida la dicotomía entre amigos y enemigos. Es lo que C. Schmitt, en su famosa ‘Teología política’ proclamaba y es lo que las ideologías nacionalistas defienden al formular su designio político. No es posible construir la nación sin oponerse al enemigo. Es lo que Sabino Arana percibió con claridad cuando proclamó que Euzkadi es la patria de los vascos y por ello había que odiar al enemigo que no era otro que España. Esta manera de ver las cosas todavía subyace en no pocas formulaciones del nacionalismo y en el caso más extremo será ETA quien encarne militarmente la diferencia entre amigos y enemigos. No es casual que todavía en el año 1998, con ocasión del llamado Pacto de Estella, el conjunto del nacionalismo vasco, hablara en aquel breve y polémico documento, que fue sellado por todas las facciones nacionalistas, de los enemigos de Euskal Herria, declarando como tales tanto al PP como al PSE/EE.
Han transcurrido pocos años desde entonces, pero todavía el nacionalismo vasco, en su conjunto, no ha realizado la autocrítica de aquel disparate político que nada tuvo de democrático. Desde la óptica del nacionalismo es congruente hablar de amigos y enemigos y tal vez por ello les resulte más fácil hablar de reconciliación que de convivencia. En aquella efeméride de Lizarra-Garazi hubo, al menos, un obispo vasco que actúo como consejero áulico, pero ello no supone ninguna novedad ya que desde los inicios del siglo XIX una parte de la iglesia vasca se ha esforzado en establecer el disenso y la discordia entre vascos.
La socióloga Chantal Moufée se ha ocupado de afrontar las teorías de C. Schmitt sobre lo político y ha concluido que la convivencia política es, por definición, agonística pero no antagónica. Se puede convivir entre distintos siempre que aceptemos al otro no como enemigo sino como adversario. Los enemigos no conviven, tan solo pueden anularse mediante la violencia; para convivir democráticamente es indispensable considerar al enemigo como adversario. La lógica del antagonismo radical condujo a una parte del nacionalismo vasco al terrorismo y con ello quiso socavar los fundamentos de nuestra democracia. Ahora que el terrorismo ha sido erradicado, el nacionalismo debe apelar no a la reconciliación de los vascos, sino a la convivencia entre adversarios políticos. La sociedad homogénea, constituida solo por amigos, es una utopía antidemocrática que merece la repulsa de todos, pero es especialmente el nacionalismo, en su conjunto, quien debe optar por la tolerancia y el respeto entre diferentes asumiendo que los vascos son distintos entre si, aunque todos amen al mismo país, solo que con afectos diversos.
LUIS HARANBURU ALTUNA, EL CORREO – 04/11/14