ARCADI ESPADA-EL MUNDO

No había estado nunca en La Llotja, un restaurante de L’Ametlla de Mar vecino al puerto. Cené un dentón hecho al horno y dejado en su punto, y bebimos un raro y fresco chardonnay argentino. El restaurante está especializado en el atún. Yolanda lleva la sala con gentileza y competencia. Explicó algunas cosas de interés sobre el atún que sirven. Mientras que en las almadrabas los muelen a palos, ellos los liquidan con un tiro de arpón. Pero hay consecuencias, siempre hay consecuencias. Los golpes, continuaba Yolanda, van provocando sucesivos coágulos que se infiltran en la carne del animal y que incrementarán luego su sabor. Así son los intensos animales que me sirven con cíclica regularidad en El Campero de Barbate. Yolanda prefiere los que vende. La buena muerte da un gusto más suave.

Salimos del restaurante pasada la medianoche. Éramos ocho e íbamos en dos coches. A la salida de L’Ametlla rodeamos una rotonda esculturamente dedicada, grosso modo, a los pescadores. En la base había un lazo amarillo, de hierro. El coche que iba delante y que llevaba a mis amigos se echó a un lado de la rotonda y se paró. En la cena habíamos hecho algún comentario sobre la peste amarilla, especialmente virulenta en la zona. Mi coche paró detrás.

—¿Vamos a sacarlo?

—Hummm. Me parece que será difícil.

—Pues lo pintamos.

Mi amigo abrió el maletero y cogió un espray. Uno de esos esprays de autodefensa que no pueden faltar en el ajuar de cualquier demócrata catalán. Cruzamos hacia la rotonda. El lazo era de hierro. Tenía un potente aspecto institucional, municipal y espeso, y era imposible levantarlo sin grandes trabajos. De modo que aplicamos al bubón pestífero el prescrito antídoto: un ardiente toque de rouge. Mientras pintábamos, pasó un coche. Una voz femenina, algo histérica, empezó a dar voces.

—¡¡Pulisía, pulisía!!

Dicho y hecho. Apenas habíamos cruzado la rotonda de regreso cuando llegaron, primero, dos coches de la policía autonómica, luego otro y finalmente uno de la policía local. Estábamos al lado de una gasolinera, la policía llevaba las luces de alarma encendidas y el aspecto global de la escena era imponente. Empecé a sentirme francamente bien. Primero tramitaron las multas por aparcar de modo incorrecto. Luego empezaron con los trámites de identificación. El mando de los Mossos, al que llamaban capo, trataba de justificarse:

—O sea que ustedes cuando observan una infracción de tráfico, corren a identificar a todos los ocupantes del vehículo…

—¿Qué quiere decir?

—Que eso es lo que hacen normalmente, vaya, el protocolo.

—Es que es de noche…

—De día no, entonces…

—Mire, perdone, no le seguiré su juego.

El pobre caporal ni siquiera era capaz de asumir las órdenes políticas que estaba cumpliendo: identificar a cualquiera que estuviera retirando —¡o pervirtiendo!— lazos. Los trámites se alargaban. Menos mal que la noche era estupenda. Estaríamos sobre los tres cuartos de hora cuando el mando de la policía municipal asumió el protagonismo.

—Abra el maletero —le dijo a mi amiga.

Había quesos, estupendos, de Fuente-Olmedo y unas botellas de Mosel que había traído de regalo a mis amigos. Incomprensiblemente, no requisó nada. Luego abrió la puerta trasera, sin que nadie le hubiera dado el plácet, y descubrió sobre el asiento el espray de autodefensa.

—Ajajajá —diría un novelista.

Lo cogió y se lo llevó consigo. Cuando los trámites acabaron, a punto ya de irnos, fuimos a preguntarle:

—Perdone, me devuelve mi espray, por favor? —le dijo mi amigo.

—Hummm…

—Sí, claro, lo necesito.

El policía se encasquillaba.

—Bueno, es que es un elemento susceptible de ser utilizado para actividades que no son coherentes…

—¿Y si lleváramos lazos los habría requisado?

—No, no habría por qué…

El agente 3905 (doy el número para que lo condecoren) se me quedó mirando algo indeciso:

—¿No le parece bien?

—Me parece una vergüenza.

Antes de irme quise cruzar hacia la rotonda para hacer una foto del lazo higienizado, El 3905 me lo impidió.

—Es peligroso.

—Ahora ya no.

Pero le obedecí. Subí al coche y dimos otras dos vueltas a la rotonda para tomar una fotos malas y rápidas.

A la mañana siguiente iba a bajar a la playa. Este año aún no me había bañado en el mar. Mi amigo revisaba las noticias en su portátil.

—-Pero… ¡Bichos! ¡El tipo dice bichos!

Lo miré distraídamente. Estoy acostumbrado a los efectos secundarios de los periódicos. Pero insistió.

—¡Nos llama bichos!

El alcalde de L’Ametlla, Jordi Gaseni, acababa de dar en tuiter la noticia de los hechos. Y añadía: «Arcadi Espada y 7 bichos más». La animalización del discrepante es un clásico. Ratas judías, gusanos cubanos, cucarachas tutsis. Faeríes de Norteamérica, Pájaros de La Habana, Jotos de Méjico, Sarasas de Cádiz, Apios de Sevilla, Cancos de Madrid, Floras de Alicantes, Adelaidas de Portugal. La respuesta canónica la dio bien entrada la mañana Cayetana Álvarez de Toledo. Orwell: «El nacionalismo es el hábito de asumir que los seres humanos pueden ser clasificados como insectos».

Pero ten cuidado Gaseni, porque bicho en español es básicamente un toro.