Ignacio Varela-El Confidencial
La experiencia demuestra que conviene tomarse en serio lo que dicen los independentistas; porque aunque suene a disparatada bravata, lo terminan haciendo
Hay dos formas de interpretar lo que se escenificó ayer sincronizadamente en el Parlament de Cataluña y en Bruselas.
Muchos querrán verlo como una mascarada, una representación ritual destinada a facilitar al pueblo independentista una digestión lenta de la derrota y a satisfacer al inflamado ego del fantoche de Waterloo. La farsa seguiría con una segunda investidura frustrada, la del preso Sànchez —más madera para la locomotora del victimismo— pero, finalmente, tras mostrar reiteradamente la ferocidad del Estado opresor, se elegiría a un presidente elegible, se retiraría el 155 y poco a poco se iría restableciendo la normalidad institucional. Los que así lo ven se felicitan hoy de la retirada de Puigdemont, incluso se disputan el mérito de haberla logrado.
Otros pensarán que en realidad asistimos al estreno de una nueva fase en el desafío secesionista contra el Estado. Un desafío más medido, sostenido en el tiempo y destinado a producir el mismo efecto final —la ruptura de Cataluña con España—, pero no como resultado de una sublevación alocada y suicida como la de octubre, sino de una estrategia de permanente tensión y desgaste, de continuas provocaciones calculadas, de atizar la hoguera con la espiral acción-represión-acción, de conflicto institucional cronificado. Torrent y Colau (definitivamente instalada en el campo secesionista) comenzaron a señalar el camino con su estudiado desplante al Rey, que se repetirá disuasoriamente cada vez que este o el presidente del Gobierno asomen por Cataluña.
Creo que ambas versiones contienen algo de verdad. En lo de ayer hubo mucho de mascarada, pero también de desafío reciclado. La experiencia demuestra que conviene tomarse en serio lo que dicen los independentistas; porque aunque suene a disparatada bravata, lo terminan haciendo. No se esperaba que fueran capaces de derogar la Constitución y el Estatuto. No se les creyó capaces de ir hasta el final con el referéndum-pucherazo tutelado por el heroico Trapero, y la pánfila incredulidad del Gobierno el 1 de octubre estuvo a punto de poner al Estado de rodillas. Se descartaba que estuvieran dispuestos a sacrificar su autogobierno y provocar el 155, y pasó lo que pasó.
Todos esos pasos, uno por uno, estaban desde mucho antes escritos en sus documentos y anunciados en sus discursos. Por eso conviene leer con atención lo que aprobó ayer la mayoría independentista del Parlament y la letanía que recitó luego Puigdemont, porque probablemente en ello esté la pista de lo que viene.
El texto votado midió su literalidad por aquello de evitar la cárcel. Pero compromete claramente a la institución con el designio de “materializar la voluntad expresada en el referéndum de autodeterminación del 1 de octubre”. Es decir, la independencia.
Todo lo que la CUP no introdujo en la resolución parlamentaria lo recogió Puigdemont en su discurso. El fantasmagórico ‘president’ explicó que tras la votación parlamentaria late “la firme voluntad de mantener la legitimidad de la república votada el 1 de octubre y ratificada el día 27 [el de la DUI], y de trabajar para hacerla posible”. Pero ¿no habíamos quedado en que todo fue simbólico y sin malicia? ¿Dónde mienten los independentistas, en el juzgado, en la televisión, en el Parlamento o en todos los lugares y momentos?
Jamás se refirió a Sànchez —o a Turull, que parece ser el auténtico tapado— como futuro presidente de la Generalitat, sino de un “Gobierno autonómico”
Es cierto que retiró “provisionalmente” su candidatura a la investidura (¡como si dependiera de él!). Pero jamás se refirió a Sànchez —o a Turull, que parece ser el auténtico tapado— como futuro presidente de la Generalitat, sino de un “Gobierno autonómico” encargado únicamente de recuperar el control del presupuesto y los despachos y de gestionar la cotidianidad mientra él internacionaliza el conflicto. El Govern como tapadera burocrática subalterna del glorioso Consejo de la República, presidido desde la capital de Europa por el único, el auténtico y legítimo ‘president’ de Catalunya.
También marcó la tarea al futuro arrendatario de su oficina en Barcelona. Recuperar el poder institucional, dijo, “nos dará la libertad de poder reemprender el camino hacia la independencia y el despliegue de la república catalana”. Esa y no otra será la encomienda de quien resulte investido. Sé que suena a broma, pero insisto: más vale tomarse en serio las aparentes bromas de esta gente, porque suelen terminar en tragedia.
Puigdemont propuso a Jordi Sànchez, pero a la vez le cerró toda probabilidad de que el juez le permita salir de la cárcel. Lo cierto es que tras lo de ayer los encausados por la Justicia entran de nuevo en zona de máximo peligro personal. Es asombroso cómo este individuo juega con la libertad de sus aliados, y cómo estos se lo permiten. Desmontó de un manotazo las coartadas exculpatorias y quedó desmentido todo lo que habían declarado ante el juez para evitar la cárcel o salir de ella. Si Llarena decidiera devolverlos a todos a la trena, solo tendría que exhibir la declaración del Parlament y el vídeo de Puigdemont. Porque ambos anuncian un propósito clamoroso de reiteración delictiva.
Si algún soberanista mantiene la ilusión de vivir un nuevo golpe como el de octubre, está soñando. Como los malos jugadores de póquer, se jugaron el resto en un envite y lo perdieron.
Pasará mucho tiempo hasta que Cataluña vuelva a tener un Gobierno que merezca tal nombre y no un piquete de gamberros y agitadores institucionales
Pero si alguien al otro lado espera que próximamente habrá en Cataluña un Gobierno de la Generalitat leal con el Estado, respetuoso de la legalidad y responsable con sus obligaciones como Administración pública, se equivoca igualmente. Sea Sànchez, Turull, Artadi o cualquier otro monigote al que pongan al frente del tinglado, vamos de cabeza hacia la ‘ulsterización’ crónica de este conflicto (salvando la obvia distancia de la ausencia de terrorismo). Por desgracia, pasará mucho tiempo hasta que Cataluña vuelva a tener un Gobierno que merezca tal nombre y no un piquete de gamberros y agitadores institucionales.
En estas condiciones, es lícito preguntarse si es suficiente que se vote a un candidato para que el Gobierno de España decida cesar en la aplicación del 155 o se requieren mayores garantías. Hablando del Ulster, recordemos que el Gobierno británico mantuvo su autonomía suspendida durante cinco años y luego hubo que repetir la medida cuatro veces más. Nadie sensato puede desear tal cosa para Cataluña… salvo, quizá, algunos independentistas astutos y cuperos irredentos. Por el sacrificio a la gloria.
“Presidentes de pacotilla”, dijo ayer Miquel Iceta. ¿A quién se refería, a Puigdemont, a Jordi Sànchez, a Turull, o a todos ellos, incluido Mas? Todo en este ‘procés’ es de pacotilla, pero con explosivo dentro.