Vicente Vallés-El Confidencial
- Es obvio que ninguna restricción se va a adoptar al gusto de todos. Pero es imprescindible que los gobernantes puedan aportar un buen asidero científico al que agarrarse para pedir nuevos esfuerzos a la población
En marzo de 2020, Pedro Sánchez decretó el estado de alarma y asumió todo el poder en la gestión de la pandemia. Cinco meses después, cuando se iniciaba una nueva ola de contagios, el presidente decidió que el covid ya le había hecho abonar un peaje político demasiado alto y despachó la responsabilidad a los presidentes autonómicos, salvo con una excepción: para imponer en octubre de 2020 el estado de alarma solo en la Comunidad de Madrid y suspender su autonomía, en un caso único en estos casi dos años de pandemia, muy condicionado por el desprecio político y personal que se profesan mutuamente Sánchez e Isabel Díaz Ayuso.
Salvada esta excepción, el Gobierno se autoconcedió la cómoda y placentera categoría de observatorio sin competencias, en la vana pretensión de que eso supusiera, también, la inexistencia de costes políticos negativos. Como dijo con sorna y un cabreo indisimulado el presidente socialista de Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page, el entonces ministro de Sanidad, Salvador Illa, mutó repentina y gustosamente en mero «comentarista» de las restricciones establecidas por las comunidades autónomas. Después fue nombrado candidato a presidir la Generalitat y abandonó el barco en medio de la pandemia.
No se podía sostener esa sensación general de que el Gobierno ni está ni se le espera
Esta semana, con la variante ómicron en una expansión irrefrenable, la maquinaria que gestiona la imagen del presidente ha considerado que Pedro Sánchez debía reaparecer en la pandemia para algo más que felicitarse por el éxito de la campaña de vacunación. No se podía sostener esa sensación general de que el Gobierno ni está ni se le espera. Así, Sánchez se puso en modo activo para anunciar, en un nuevo mensaje a la nación, que reuniría a los presidentes autonómicos por decimonovena vez, o más. ¿Volvería el Gobierno a asumir el mando de la crisis sanitaria? ¿Seguiría el criterio contrario a la cogobernanza establecido por el Tribunal Constitucional en sentencia de hace dos meses, según el cual las comunidades no pueden suplantar al Gobierno central como «autoridad competente»? No. Terminada la reunión, el presidente tardó apenas unos segundos en reiterar «un mensaje claro, inequívoco, rotundo al conjunto de la ciudadanía española: y es de cogobernanza». Balones fuera. Las restricciones, de ser necesarias, las adoptarán los presidentes autonómicos, como hasta la fecha, diga lo que diga el Constitucional.
Sánchez apenas se reservó el discutido anuncio de que las mascarillas serían de nuevo obligatorias al aire libre. Y fue entonces cuando entró en juego otra de las ramas analizables de la gestión del Gobierno: la justificación y explicación de las pocas medidas que impone. Se preguntó a la ministra de Sanidad qué informes científicos avalan esa decisión. Carolina Darias removió algunos papeles que tenía sobre la mesa y mencionó estudios realizados «en Alemania y Estados Unidos», sin dar más detalle, para derivar en «el estudio Cosmos del Instituto de Salud Carlos III». Revisado el papel en cuestión, se descubre que tal informe científico es, en realidad, un sondeo de opinión: una encuesta a mil ciudadanos anónimos para conocer su punto de vista sobre distintas opciones, y en la que una mayoría de 2.9 sobre 5 quiere ir sin mascarilla al aire libre.
Conviene entender que no existe un manual que permita gestionar bien una pandemia tan destructiva como esta
En ese mismo estudio Cosmos, se pregunta a los encuestados qué restricciones verían adecuadas ante un rebrote de contagios, y se ofrecen once respuestas posibles. Ninguna de las once hace referencia a las mascarillas en espacios abiertos. La ministra Darias citó también un documento publicado el 21 de diciembre (24 horas antes de que el presidente anunciara el nuevo decreto de las mascarillas) del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, dirigido por Fernando Simón, que recomienda el «uso adecuado de mascarilla», sin hacer referencia alguna a su necesidad en exteriores.
Conviene entender que no existe un manual que permita gestionar bien una pandemia tan destructiva como esta. Una calamidad de tal calibre es una sucesión de trampas. Pero sí deberíamos haber aprendido que resulta oportuno disponer de un buen motivo para tomar determinadas decisiones, especialmente cuando la sociedad da muestras de agotamiento ante una desgracia que no parece tener fin. Los ciudadanos han demostrado su disposición al sacrificio, pero siempre que se trate de medidas comprensibles y justificadas.
Es obvio que ninguna restricción se va a adoptar al gusto de todos. Pero es imprescindible que los gobernantes puedan aportar un buen asidero científico al que agarrarse para pedir nuevos esfuerzos a la población. En caso contrario, el Gobierno da —seguirá dando— la sensación de que toma decisiones solo para que parezca que hace algo cuando, en realidad, se ha instalado en la pasividad contemplativa. Y corre el riesgo de que alguien recuerde aquella frase corrosiva y cáustica de Churchill sobre Lord Arthur Balfour, primer ministro británico a principios del siglo XX: «si lo que se pretende es que no se haga nada en absoluto, Balfour es la persona para el cargo».