Jon Juaristi-ABC

  • Antes que novelista, Mario Vargas Llosa, como Jorge Luis Borges, se soñó narrador épico

Lo primero que leí de Mario Vargas Llosa fue ‘La guerra del fin del mundo’, una novela publicada en 1981 sobre la insurrección milenarista de Canudos (Bahía) entre 1896 y 1897. Lo del milenarismo traía por entonces muy ocupados a algunos restos de la generación española del 68 que indagaban sobre el parentesco ideológico de la delirante izquierda maoísta y trosquista de sus años mozos con los cangaceiros descritos por la socióloga brasileña Isaura Pereira de Queiroz y recuperados para la literatura de ficción por el entonces joven escritor peruano. Ese año 1981 en que apareció la mentada novela, Taurus publicó ‘Milenarismo Vasco. Edad de Oro, etnia y nativismo’, del antropólogo Juan Aranzadi, que interpretaba la ideología abertzale sobre la falsilla quiliástica extraída de las mismas lecturas que estaban detrás de ‘La guerra del fin del mundo’: en particular, de ‘En pos del milenio’, de Norman Cohn, traducido al español por dos paisanos de Vargas Llosa –Julio Ortega y Cecilia Bustamante– y editado por Carlos Barral en 1973, en plena resaca sesentayochista.

El libro de Aranzadi atrajo la atención de Mario hacia el nacionalismo vasco. Hablé mucho con él de las relaciones entre el caudillismo latinoamericano, la extrema izquierda, ETA, los milenarismos medievales y cosas parecidas. Aprendí bastante de su liberalismo y de su lucidez política, pero, sobre todo, me convertí en un lector incansable de sus novelas. En general, evito acercarme a un género que Pla definía como «literatura infantil para adultos», pero en la ficción de Vargas Llosa se encuentra, como en ningún otro caso de novela contemporánea en nuestra lengua, lo que él mismo llamaba «la verdad de las mentiras». Yo hablaría, a secas, de una convincente visión del mundo.

Todas las novelas de Vargas Llosa me gustan, pero mis preferencias van hacia dos que no suelen figurar entre las más celebradas: ‘El sueño del celta’, quizá porque ambos nos habíamos interesado durante largos años en el nacionalismo irlandés y en la figura de Roger Casement (tengo ante mí la biografía que de este escribió Brian Inglis, de la que Mario sacó el título de su novela) y, sobre todo, ‘El hablador’: a mi juicio, una pequeña epopeya mayor de la posmodernidad, un evangelio ossiánico en torno a la figura de Saúl Zuratas, por mal nombre ‘Mascarita’, rapsoda y chamán de la selva del Alto Urubamba, en cuya maltratada piel de tinta Vargas Llosa se soñó como narrador homérico. Como Vargas y Borges convergían en este sueño, no se me ocurre mejor despedida para Mario que una paráfrasis de la suya al maestro argentino: «Adiós, escritor y escribidor genial, viejo tramposo. Los escritores envejecen mal, llenos de soberbia y achaques. Pero tú mantuviste el tipo, y seguiremos cayendo en las trampas espléndidas que nos tendiste en tus novelas con idéntica felicidad».