David Gistau-El Mundo
HACE MUCHOS, muchísimos años, vi cómo una cantante incipiente se coló en una urba de Arturo Soria y se hizo en la piscina comunal unas fotografías que después, en las revistas, salieron descritas como tomadas en su mansión de diva del pop. Pese a que la fotogenia de Pedro Sánchez está ayudando a reconocer en él a un presidente carismático y fetén incluso en los órganos donde más duro fue vapuleado –lo que tiene que estar disfrutando con la humillación y la mendicidad de sus asesinos–, no pude evitar tener una sensación parecida con sus fotografías de culto a la personalidad tomadas en las frondosas honduras de Moncloa. Sobre todo, con las de la escalinata y el perro. Se diría que en cualquier momento va a aparecer un agente de seguridad para conducirlo a la salida dándole la razón para que no se ponga violento: «Que sí, señor presidente, vamos, que ahí fuera lo espera Putin para hablar con usted de cosas de líderes mundiales…».
Con esto, no pretendo aludir a una supuesta ilegitimidad de Sánchez, pues esta negación absurda es propia de los acólitos de Rajoy que todavía no se han enterado ni de quién les robó la merienda en el patio y siguen bebiendo para olvidar en el reservado del Arahy. Pero sí me refiero a que estos retratos costumbristas son prematuros, no nos han dado tiempo ni para acostumbrarnos al relevo presidencial, y por ello inciden, como muchas otras cosas, en esa sensación agónica de que existe mucha urgencia por consagrar como sea la imagen presidencial de Sánchez y poco tiempo para lograrlo. Es un pequeño inconveniente derivado del hecho de que, algún día, tarde o temprano, habrá que ganar unas elecciones.
Por otra parte, las fotografías indican hasta qué punto cuajó aquí el modelo, típicamente Casa Blanca, de deporte y mascota. El ejemplo de Kennedy, copiado por Obama, indica que también se puede sacar algún niño reptando por ahí, pero en España siempre fuimos más reticentes a exponer a los hijos en los trucos de propaganda. Me apena esta elección de los gurús de comunicación porque, afrancesado como lo soy, siempre admiré a aquellos presidentes franceses a lo Mitterrand que no se dejaban ver en chándal ni chiflados y que, para darse a conocer en lo humano, iban a lo de Bernard Pivot a que les preguntaran sobre libros. Iban sin perro ni gato, además. El único presidente español que pasó por lo de Pivot fue Felipe González, supongo que aconsejado por Semprún, aquel Malraux más convincente como tal que el pobre Màxim Huerta, tan ex nada más llegar.