José Alejandro Vara-Vozpópuli

Salvo que adora el fútbol y el otro no, Sergio Massa guarda enormes similitudes con Pedro Sánchez. Ambos tienen 51 años, nacieron en la provincia que aloja a la capital de la Nación, son guaperas, seductores, chantas (fullero en lunfardo), frecuentadores de las trolas y de una ambición desmedida. Uno es peronista luego de arrancar desde formaciones derechistas y el otro abandera el PPS, Partido de Pedro Sánchez, luego de fumigarse a todos los refundadores del PSOE. Ambos estaban finiquitados hace unos meses y ambos han resucitado tras una pirueta prodigiosa que los coloca en la antesala de la presidencia de la Nación.

Sánchez olía a cadaverina tras las elecciones del 28-M, en las que perdió cinco gobiernos regionales y la mayoría las grandes ciudades. Massa fue arrollado por la derecha en las primarias de agosto, en las que cosechó el peor resultado en la historia del justicialismo. Tras el batacazo paralelo, Sánchez y Massa debían afrontar unas generales con cara de loser. Inopinadamente y en contra de todos los pronósticos, ambos consiguieron unos resultados impensables, un triunfo inesperado merced a unas campañas inteligentes frente a unos rivales entre excéntricos y adormilados.

Massa quizás lo tenía más difícil. El actual ministro de Economía ha superado en seis puntos y tres millones de votos el resultado de las primarias en una Argentina depauperada y famélica, con una inflación del 12 por ciento mensual, una deuda impagable y más del 40 por ciento de la población bajo el umbral de la pobreza. Sánchez no venció en las generales del 23-J pero evitó la anunciada sangría, remontó un millón de votos respecto a las últimas generales y ahora está a punto de rearmar un nuevo Frankenstein para seguir en la Moncloa otros cuatro años.

Massa ha inflado a Javier Milei, el libertario estrambótico líder de La Libertad Avanza, recién llegado a la política armado de una motosierra para recortar gasto publico, un personaje excesivo y único

El postulante español, pendiente de su investidura, ha ido por delante en la remontada y ha servido de guía al candidato austral. Ambos han derrochado dinero público, han mimado a los sectores sensibles, nichos de clientelismo como jubilados, desempleados, funcionarios, jóvenes ni-ni…con una profusión de medidas generosas en forma de aumentos de salario mínimo, de pensiones, cheques estudiantiles, bonos culturales, interraíles, subvenciones… Lo que en Argentina se llama ‘el plan platita’, dinero del Presupuesto para comprar voto.

Al tiempo, han alimentado a sus propios monstruos, los rivales de la derecha que despiertan recelo en el voto más conservador. Massa ha inflado a Javier Milei, el libertario estrambótico líder de La Libertad Avanza, recién llegado a la política armado de una motosierra para recortar gasto público, un personaje excesivo que se plantificó en el 30 por ciento de los sufragios y cuyo objetivo es acabar de una vez por todas con el kirchnerismo. Sánchez había hecho lo propio con su manoseo de la imagen ‘ultra’ de Vox, al que se empeñó en asimilar a la imagen del PP, con efectos indeseados en las ambiciones de Núñez Feijóo.

Massa tiene entre sus asesores a Antoni Gutiérrez Rubí, conocido en el Cono Sur como ‘el catalán’, un gurú del marketing político que ya condujo a Gustavo Petro a la presidencia de Colombia y que cuenta con una larga trayectoria en el subcontinente. Primero se enganchó a Cristina Kirchner, en 2017, cuando el justicialismo estaba en la oposición, y luego amigó con Massa, hasta hoy.

El peronismo es una enorme máquina de generar pobreza, una descomunal mafia en la que participan los sindicatos violentos y criminales, empresarios cleptómanos, sectores sociales adictos al clientelismo

Ocho décadas lleva el peronismo succionando la sangre de los argentinos en un castigo que se antoja insalvable. El movimiento creado por Perón -personaje atrabiliario, simpatizante de Franco y de Mussolini– ha derivado en una enorme máquina de generar pobreza, una descomunal mafia en la que participan los sindicatos violentos y criminales, empresarios cleptómanos, sectores sociales adictos al clientelismo y que ha colonizado cerebros y abducido mentes hasta convertirse en una maldición eterna. El que no es peronista es facho, yanqui, capitalista y gringo. Como aquí. El que no es de izquierdas es fascista, ultra, extremo derecha y franquista.

El triunfo de Milei en las primarias anunciaba hace dos meses la posibilidad del cambio. Quizás un espejismo. La derecha conservadora y profesional perdió la ocasión de mandar al tacho de la basura a Kirchner y su panda de saqueadores. Juntos por el Cambio, defensora de las clases medias, el progreso razonable, la órbita occidental, colocó de cabeza de cartel a una candidata seria y tristona, Patricia Bullrich, la gran derrotada de la noche. Aquí no cabe pensar en que la suma de los votantes de las dos derechas sumen sus votos para derrotar al mal. Muchos simpatizantes de Bullrich se irán con Massa antes de entregarle su papeleta al loco de de la motosierra. De esta forma, ‘el arquitecto de esa casa en ruinas’ que es la Argentina peronista, como señala el escritor Fernández Díaz, seguirá decidiendo los destinos de un país que, antes de emerger ‘el general qué grande sos’, era una de las grandes potencias de la región.