Una bomba cargada con 12 kilos de TNT sembró el terror a primera hora de ayer durante una misa en la iglesia de San Pedro y San Pablo, contigua a la catedral copta de San Marcos, en El Cairo. «El interior del templo es una ruina», relató a EL MUNDO el activista cristiano Naguib Gibrail desde un páramo dominado por el dolor. El artefacto golpeó la zona reservada a mujeres de la iglesia segando la vida de 25 fieles e hiriendo a otras 49 personas. Entre los fallecidos, según fuentes de seguridad, figuran seis menores de edad. Las primeras imágenes captadas por los supervivientes tras el estruendo muestran las columnas y la iconografía carcomidas por la metralla; el mobiliario hecho trizas y el suelo salpicado de sangre, cristales rotos y restos de calzado y ropa. La detonación alcanzó una vitrina con las reliquias de un santo.
«Mi hermano pequeño suele ir a esta iglesia cada domingo. Esta semana no acudió y puede sentirse afortunado. Estamos ante un nuevo nivel de violencia contra los cristianos. Pudieron acceder al templo con mucha facilidad», comentó a este diario el copto Mina Zabet, que dirige el departamento de minorías de la Comisión Egipcia para los Derechos y las Libertades. Al cierre de esta edición, ningún grupo había reivindicado el baño de sangre que coincidió con la festividad del nacimiento de Mahoma. La minoría copta –un 8% de los 92 millones de egipcios– se ha convertido en blanco de los ataques desde el golpe que en 2013 desalojó del poder al islamista Mohamed Mursi.
Los lamentos por la negligencia del aparato policial –que protege el complejo de la catedral, donde se ubica también la sede del patriarca copto Teodoro II– reunió a cientos de cristianos y musulmanes a las puertas del recinto, acordonado por los agentes. Henchida de rabia, la multitud reclamó la dimisión del ministro del Interior Magdi Abdelgafar; censuró el desfile de autoridades y periodistas afines al Gobierno; e incluso llegó a entonar «el pueblo quiere la caída del régimen», el lema que alumbraron las jornadas de protesta que derrocaron a Hosni Mubarak. «Mientras la sangre egipcia sea tan barata, abajo con cualquier presidente», gritaron los congregados en un país donde una brutal represión ha ahogado la más leve protesta durante los últimos tres años.
«Las fuerzas de seguridad son las responsables de este atentado. ¿Cómo llegó la bomba al interior de la iglesia?», se quejó Gibrail. Desde hace décadas los cristianos son víctimas de los brotes sectarios en el sur del país, ante la pasividad policial y se enfrentan a una larga retahíla de discriminaciones. «Durante años las autoridades no han hecho lo suficiente para proteger a los cristianos. Esta vez deberían hacer algo más que expresar sus condolencias», indicó Sarah Leah Whitson, directora de Human Rights Watch en Oriente Próximo.
El presidente, Abdel Fatah Al Sisi, declaró tres días de luto y subrayó que los ataques solo servirán para «fortalecer la cohesión de los egipcios». A las condenas se sumaron Al Azhar, la institución más prestigiosa del islam suní con sede en El Cairo, y los líderes de los Hermanos Musulmanes en el exilio. En mitad de una crisis económica, el terrorismo supera los límites del Sinaí –cuartel general de la rama local del autodenominado Estado Islámico– y amenaza la capital.