Rubén Amón-El Confidencial
- La fantasía de un magnicidio se antoja una solución al conflicto ucraniano, pese a que es muy poco probable y pese a que haya escandalizado hablar de una muerte ilustre entre tantas muertes anónimas
La impotencia que produce la agresión militar de Putin ha suscitado el debate de las soluciones insólitas o desesperadas. Una de ellas consiste en la expectativa remota de una ruptura traumática del pueblo ruso y su condotiero. La otra radica en la fantasía del magnicidio, de tal manera que el asesinato del zar —una hermosa tradición local— resolvería la crisis geopolítica porque despojaría de la ecuación el argumento más incendiario.
Matar a Putin. La fantasía adquirió una dimensión concreta cuando la puso en juego el ministro de Exteriores de Luxemburgo. Jean Asselborn, así se llama, expuso el mismo crimen que sus colegas urdían en sus mentes. Hubo después de retractarse, más por las obligaciones de su cargo —jefe de la diplomacia— que por replantearse las convicciones, pero la hipótesis del tiranicidio resulta tan atractiva como inverosímil, más todavía cuando la seguridad de Putin es la característica nuclear del propio régimen.
Matar a Putin. Tiene sentido plantearse la dimensión ética del debate. Y hasta sus razones culturales y filosóficas. Hizo acopio de ellas Juan de Mariana (1536-1624) en su ensayo sobre las obligaciones del monarca. Y sobre los peligros que ha de contraer su vida cuando abusa del poder y degenera en comportamientos criminales. Juan de Mariana era jesuita.
Conviene recordarlo en alusión orgánica al quinto mandamiento, pero las tablas de la ley no fueron obstáculo para que el pensador toledano aludiera a la excepcionalidad del tiranicidio. Lo defendía Maquiavelo con idéntico énfasis. Y fueron proscritos ambos como inductores intelectuales o atmosféricos del magnicidio de Enrique III de Francia.
Matar a Putin. La idea de un complot ‘regicida’ podría originar mayor escándalo si no fuera porque la guerra transforma radicalmente las reglas del juego. El eufemismo con que Sánchez llamaba “material ofensivo” a las armas infantiliza y disfraza el objeto letal del armamento. En la guerra está permitido matar, sucede cotidiana y hasta industrialmente. Por esa razón no debería resultar embarazoso considerar la oportunidad y hasta la razón de un tiranicidio. No por escarmiento personal de Vladímir Putin ni por el sacrificio específico de su persona, pese a los crímenes de guerra que se le imputan y los asesinatos que ha dirigido, sino porque se cortocircuitaría la relación patológica entre el presidente y sus compatriotas.
La ha cultivado él mismo durante 22 años de idolatría y propaganda. Y la ha consolidado, garantizado, con la coacción del FSB (Servicio Federal de Seguridad), cuyos funcionarios explícitos y encubiertos —¿300.000?— representan la hipodermis de un régimen intimidatorio que depura a los enemigos de la patria y que los ejecuta sin piedad, independientemente del oficio que desempeñen: periodistas, espías, opositores…
En este contexto de seguridad capilar, no cabe el sueño de un golpe militar ni tiene sentido plantearse una onda expansiva de las protestas. Los encarcelamientos inhiben la oposición. Y Putin lidera un Estado corrupto cuyas terminales criminales concomitan con el terrorismo.
La devoción del pueblo ruso a Putin difícilmente va a deteriorarse durante la guerra, porque los conflictos bélicos reaniman el patriotismo y la lealtad al líder supremo. Otra cuestión sería la ‘decapitación’ del patriarca y la incertidumbre que podría originar el vacío de poder, aunque el putinismo sin Putin languidecería en su propio sinsentido y en su rasgo liberatorio.
Matar a Putin. Tanto valdría, en realidad, exilarlo a una isla remota. No necesariamente Santa Elena, pero sí cualquier toponimia remota donde el zar permaneciera aislado o bunkerizado. Neutralizar a Putin, no en su locura, sino en su peligrosa cordura. Porque los planes expansionistas han sido telegrafiados desde que ocupa el poder. Y porque el híbrido cultural que representa él mismo —mitad tirano soviético, mitad zar— exagera las facultades providencialistas en que se arraiga el culto obligatorio. Putin se ha propuesto ejecutar a Zelenski. La prensa británica aireaba hace unos días que el propio presidente ruso había delegado la tarea en su equipo de sicarios.
Está justificado, por tanto, el principio de reciprocidad. Y hasta forman parte de las costumbres locales los escarmientos que han corrido los antecesores de Putin. No ya los Romanov, sino otros zares históricos —Iván IV, Pedro III, Pablo I, Alejandro II—, a quienes condenaron las conspiraciones y los tiranicidios, alimentando así una literatura que dio cuerpo al aforismo más célebre de Thomas Jefferson: “El árbol de la libertad debe ser regado con la sangre de los patriotas y de los tiranos”.