Ignacio Varela-El Confidencial
- Mientras se mantengan el castigo de la inflación, las políticas restrictivas de los bancos centrales y la amenaza de una recesión inminente, no hay forma de evitar el malestar
Dice esta oleada del Observatorio Electoral que el PP está hoy un poco menos bien en el principio de este curso que en el final del anterior y el PSOE un poco menos mal.
Sin duda, en el Estado Mayor sanchista interpretarán este (relativo) alivio —que también reflejan otras encuestas fiables— como el principio de la remontada y un éxito incontestable de sus últimos movimientos: la radicalización populista del discurso, la agresión organizada al líder de la oposición y la burda regresión de la realidad social y del debate político a una dicotomía sin matices entre pobres y ricos. O usando el vocabulario del oficialismo, entre “la clase media trabajadora” (Carlos Marx correría a gorrazos al inventor del adefesio conceptual), representada en exclusiva por el benemérito Gobierno progresista, y la oligarquía vampírica que se alimenta de la sangre del pueblo, a cuyo servicio trabaja la derecha en general y en particular el farsante Feijóo, lobo con piel de cordero (como contraposición a Sánchez, que sería, de este lado de los Pirineos, lobo con piel y ademanes de lobo).
Una lectura menos sesgada de los datos invita a pensar que, probablemente, la confluencia de la guerra de Ucrania, la crisis energética, la escalada de los precios y el consiguiente latigazo a las economías domésticas, la sustitución de Pablo Casado por Alberto Núñez Feijóo y, sobre todo, el impacto de las trascendentales elecciones andaluzas (auténtico punto de inflexión de la legislatura) se concitaron para provocar un giro drástico del mapa electoral en el que había una parte no despreciable de espuma. En mi opinión, la imagen que ofrecen las dos oleadas de septiembre son más normales como reflejo de la situación real.
Aun descontando la espuma, la ventaja de la derecha sobre la izquierda es de tres millones de votos, una línea de tendencia que es desde el principio la más consistente del Observatorio, y el partido de Feijóo conserva una confortable ventaja de seis puntos sobre el de Sánchez. Si la participación fuera parecida a la de las generales de 2019, ello supondría que siete millones y medio de personas se muestran dispuestas a confiar en “el partido de los oligarcas” por solo seis millones que apoyarían al de “las clases medias trabajadoras”. Qué cosas pasan.
El escenario resultante, si las elecciones se celebraran mañana, sería que la única candidatura viable para la investidura sería Feijóo, aunque estaría muy lejos de poder formar un Gobierno autónomo, liberado de la dependencia de Vox. Sánchez no tendría ninguna posibilidad de reeditar la coalición Frankenstein, ni siquiera en su versión ampliada al partido de Puigdemont, a la CUP y al BNG.
Seis puntos, 32 escaños y un millón y medio de votos parecen una distancia segura, y lo serían en un entorno político más estable. Pero a lo largo del Observatorio hemos visto movimientos convulsivos del voto muy superiores a eso. Hace solo ocho meses, Vox estaba a punto de sobrepasar al PP, consumido por una crisis intestina autoinducida. Hoy, el PP aventaja a los de Abascal en 14 puntos y 72 escaños.
Técnicamente hablando, no puede decirse, pues, que las elecciones generales están resueltas o que la distancia sea irremontable. Tan engañoso sería que los socialistas se envalentonen con esta aparente recuperación como que Feijóo se instale en un ‘dolce far niente’, esperando ver pasar por la puerta el cadáver de su enemigo. Ciertamente, la situación es —sigue siendo— crítica para el Gobierno y favorable para la alternativa, pero la posición de Feijóo está muy lejos de equipararse a la de Rajoy en 2011. Entonces, a esta misma distancia temporal de las generales, Zapatero ya había arrojado la toalla, el PSOE había aceptado mansamente la ineluctable derrota y el PP tenía una ventaja de 12 puntos en las encuestas, que finalmente fueron 16.
Lo que complica sobremanera la expectativa de una remontada del PSOE que le permita reproducir su actual mayoría parlamentaria (cuatro años más de Frankenstein, qué escalofrío) no son las cifras, sino el contexto. Por sintetizar: Sánchez ha llegado a ese punto en el que, por una parte, su hipotética victoria ya no depende de él, y, por otra, ‘Su Persona’ se ha convertido en un factor que detrae votos de la sigla en lugar de atraerlos, lo que resulta dramático en un partido definitivamente instalado en el cesarismo.
El PSOE no remontará a través de retórica inflamada, documentales trucados o manipulación de las televisiones adictas, ni lanzándose a una subasta fiscal o vaciando las arcas del Estado con subvenciones masivas durante el año 2023,; y mucho menos a base de los fastos internacionales de un Sánchez que se trasmuta de Mr. Hyde en el doctor Jekyll cuando traspasa la frontera. Eso son fantasías para que no decaiga la moral de la tropa.
Solo un cambio drástico del contexto económico permitiría pensar en una posible resurrección del partido en el Gobierno. Mientras se mantengan el castigo de la inflación a las economías domésticas, las políticas restrictivas de los bancos centrales y la amenaza de una recesión inminente, no hay forma de evitar que el malestar resultante se traduzca en castigo electoral al Gobierno de turno. Y nada de todo eso se arregla desde el BOE.
Otra cosa que no depende de Sánchez es lo que suceda con sus socios de gobierno. Si el PSOE cree a costa de sus aparceros políticos a base de ser más podemita que Podemos, habrá hecho un pan como unas tortas. La tarta de la izquierda se reduce por días, y eso no parece fácilmente reversible. Suponiendo que cuaje el experimento de Yolanda Díaz y que consiga reunificar a todas las facciones de esa galaxia, no se ve cómo se harían compatibles el crecimiento electoral de Sánchez y el de Yolanda. Más lógico es suponer que lo que gane uno lo perderá el otro.
Pero lo más determinante es la severa restricción del plazo disponible. No es cierto que Sánchez disponga de un año para maniobrar. Dispone exactamente del tiempo que falta hasta el 28 de mayo. En 2019, el PSOE conquistó de carambola una multitud de gobiernos autonómicos y municipales en territorios claramente conservadores gracias a la fragmentación de la derecha en tres porciones. Eso se acabó. Cuesta imaginar a la izquierda reteniendo comunidades como La Rioja o Castilla-La Mancha, o alcaldías inverosímiles como las capitales de Castilla y León, con cerca de un 60% de voto conservador. Y no existe precedente de que una pérdida catastrófica del partido gubernamental en las elecciones territoriales vaya seguida de una recuperación milagrosa en las generales; más bien al contrario. Eso tampoco depende de Sánchez, al que la mayoría de los candidatos socialistas no quieren ver en su campaña ni en pintura.
Así que, como mayo viene antes que diciembre, podría suceder que lo que ahora es una suposición fundada, en la primavera haya pasado a ser una certeza. Eso lo saben tanto en la Moncloa como en Génova.