Javier Pérez Royo, EL PAÍS, 9/7/2011
El problema es que si las mayorías cualificadas no se pueden alcanzar en unos términos que sean razonables y que puedan ser entendidos por la opinión pública, se produce una quiebra en el sistema político, que no impide por completo su funcionamiento de manera inmediata, pero que sí amenaza su viabilidad futura. En esas estamos.
La mayoría que se exige para la designación de los magistrados del Tribunal Constitucional, de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, del Defensor del Pueblo, de los consejeros del Tribunal de Cuentas y del director de RTVE es la misma que se exige para la reforma de la Constitución, tres quintos del Congreso de los Diputados y del Senado. Dichas mayorías vienen exigidas unas veces por la propia Constitución y otras por la legislación de desarrollo de la misma.
El constituyente español primero y el legislador después han establecido una relación muy directa entre la reforma de la Constitución y todas estas instituciones. A través de todas ellas tiene que hacerse visible la renovación del consenso constituyente que está en el origen de nuestro sistema político y ordenamiento jurídico. La reforma es la institución a través de la cual tiene que hacerse visible la voluntad de renovar el pacto constituyente originario cuando las circunstancias así lo exijan. Ahora bien, como la reforma es una institución de la que no debe hacerse uso con frecuencia, el constituyente aprovecha la renovación frecuente de estos órganos constitucionales para exigir de las Cortes Generales que actúen como deberían actuar en el caso de que tuvieran que reformar la Constitución, es decir, para que expresen esa voluntad de consenso que presidió el momento fundacional del Estado democrático.
Cada tres años, en el caso del Tribunal Constitucional, cada cinco, en el caso de los demás órganos, hay que alcanzar un acuerdo del que tienen que ser parte los dos grandes partidos de gobierno del Estado, aunque en la mente del constituyente posiblemente no se pensara exclusivamente en ellos. Pero, en todo caso, ambos tienen que ser necesariamente parte del pacto. La Constitución es el suelo común que hace posible que el conflicto inevitable en toda sociedad, y cuanto más democrática más, sea un conflicto político y no derive en un conflicto civil. Esto es lo que supuso el pacto constituyente. Esto es lo que tiene que hacerse visible periódicamente. Para eso está la exigencia de las mayorías cualificadas.
La evidencia empírica de que disponemos indica que estamos fracasando en el cumplimiento del mandato constitucional. El mayor fracaso es, sin duda, la incapacidad para reformar la Constitución. Para plantearnos siquiera la posibilidad de hacerlo. La reforma de la Constitución es una institución que está en desuso, a diferencia de lo que ocurre en los demás países de nuestro entorno. Es un problema que ha tenido España a lo largo de toda su historia constitucional y que sigue teniendo tras la aprobación de la Constitución de 1978, con base en la cual hemos solucionado la mayor parte de los problemas constitucionales que hemos tenido en el pasado, pero no este. Esta incapacidad está en el origen de que la renovación de los órganos para los que se exige la misma mayoría que para la reforma se esté convirtiendo en una fuente de conflictos cada vez más frecuentes y cada vez más intensos. Las últimas renovaciones del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional han sido y continúan siendo -ya que está pendiente la renovación de los magistrados por el Congreso de los Diputados- las más traumáticas de todas las que ha habido que hacer desde la entrada en vigor de la Constitución.
Del Defensor del Pueblo y del Tribunal de Cuentas se habla menos, pero no porque no se esté incumpliendo la Constitución y la ley, sino porque su incidencia en el funcionamiento del sistema político es menor. Lo que pueda ocurrir con la renovación del director de RTVE, tras la dimisión de Alberto Oliart, todavía está por ver, pero es más que probable que la intensidad del conflicto se asemeje a la de la renovación del Consejo del Poder Judicial o del Constitucional.
No se trata de un problema de normas. La exigencia de las mayorías cualificadas es razonable. Al ser órganos que no tienen ni pueden tener legitimación democrática directa, pero cuya actuación va a incidir de manera muy significativa sobre la actuación de órganos que sí disponen de dicha legitimación, tiene que reforzarse mucho la legitimidad de origen alcanzada por vía indirecta y eso solo puede conseguirse por la vía de la mayoría cualificada. El problema es que si las mayorías cualificadas no se pueden alcanzar en unos términos que sean razonables y que puedan ser entendidos por la opinión pública, se produce una quiebra en el sistema político, que no impide por completo su funcionamiento de manera inmediata, pero que sí amenaza su viabilidad futura. En esas estamos.
Javier Pérez Royo, EL PAÍS, 9/7/2011