Miquel Giménez-Vozpópuli
Será cosa mía, pero ¿no creen ustedes también que las cosas se están torciendo de manera fatal e imparable?
Cada vez tengo más asentada en mi interior la sensación de que esto se va a la mierda. Lo más seguro, pienso mientras paseo por las vetustas calles de mi barrio, tropezando con las losetas gastadas y nunca separadas por el ayuntamiento, es que todo se fuese a la mierda hace ya mucho tiempo. A lo mejor fue cuando Guerra dijo que Montesquieu había muerto o cuando creímos que Barcelona era una capital moderna, creativa y admirable. Incluso es posible que todo empezase a oler a defecación desde el mismo instante en el que nos creímos capaces de hacer lo que no supieron nuestros padres y abuelos, dotando de un sentido democrático, dialogante y liberal a este país hecho a base de espadones, odios africanos y cadáveres exhumables cuando mejor les acomoda a sus falsos profetas.
Será verdad, entonces, que nos fuimos a la mierda en aquel dulce momento en el que besamos a una chica adolescente como nosotros mientras escuchábamos una balada de Serrat y nos convencimos de que el mundo era un lugar bello y todo estaba por hacer, y podíamos con todo y con todos. O cuando leíamos autores indigestos con el ávido y torvo placer del que no entiende nada porque se siente obnubilado ante el trampantojo del falso intelectual. Al ser autistas generacionales, y todos los jóvenes lo son, no supimos ver en las caras entristecidas de nuestros mayores la razón y el pesimismo que otorga haber vivido en esta tierra durante décadas, y les creímos más tontos, más débiles, más incapaces.
Pecamos de arrogancia, pecado que comportan siempre los veinte años, y nos lanzamos cuesta abajo sin reparar en el abismo que nos esperaba tranquilamente sin prisa ninguna, porque sabía que disponía de todo el tiempo del mundo para engullirnos de nuevo. Y caímos. Caímos desde muy arriba, porque esos mayores a los que mirábamos con aire condescendiente de chulo de autos de choque nos habían dejado muy arriba, muy altos, muy cómodos, muy bien comidos y servidos y sin el horror en la retina grabado para siempre. Nunca habíamos experimentado el sonido de las bombas ni la angustia de ver cómo se llevan a tu padre de madrugada para asesinarlo por pura venganza, por puro odio, por pura maldad. No habíamos escuchado rugir nuestras tripas en demanda de un simple mendrugo ni conocíamos más guerra que las que leíamos en las Hazañas Bélicas de Boixcar o las películas de John Wayne o Errol Flynn. Decía Serrat que no sabíamos más porque teníamos quince años, y era cierto, pero no quisimos admitirlo.
Al ser autistas generacionales, y todos los jóvenes lo son, no supimos ver en las caras entristecidas de nuestros mayores la razón y el pesimismo que otorga haber vivido en esta tierra durante décadas, y les creímos más tontos, más débiles, más incapaces
Con ese mismo sentido de superioridad moral falsamente troquelada educamos a nuestros hijos, enseñándoles cosas acerca de una sociedad que jamás había existido, desoyendo las sabias lecciones de la historia y, mucho peor, siguiendo sin querer hacer caso a las voces de nuestros mayores que, extinguiéndose poco a poco, aún nos advertían acerca de la bestia que vive escondida en el subsuelo de nuestra memoria colectiva. Nos creímos razonables a fuer de lectores y dejamos a un lado esa oscura pasión que llevamos atada al tobillo secularmente.
Por eso todo se ha ido a la mierda, por eso ahora Iglesias llama a una diputada tan digna de respeto como él, o tan poco, fascista, por eso España se halla dividida una vez más en dos bandos que tampoco saben muy bien por qué lo son más allá de la afirmación tabernaria y las animadversiones personales. Hemos vuelto a las andadas y los vecinos vuelven a no hablarse, y en los tajos la gente se mira con suspicacia, las familias se mal llevan y nadie se fía de nadie como si esto fuera una guerra de todos contra todos en una titánica gesta hobbesiana.
Sigo con mi paseo por ese barrio Gótico en el que vivo, poblado por el lumpen de toda Europa, gobernada por los neo milicianos complacientes con el delincuente y perseguidores de la gente de bien, y continúo tropezando una y otra vez con esas baldosas que me recuerdan a mi tierra, a este país que amo. Estamos destinados a irnos a la mierda porque no somos capaces de pavimentar el suelo de nuestro caminar histórico e, incapaces de aprender de las caídas ajenas, seguimos dándonos de bruces en las mismas esquinas que aquellos que nos han precedido. Solo que ellos quisieron advertirnos de esos obstáculos y nosotros no quisimos escucharlos.
Ahí fue donde todo empezó a irse a la mierda.