LUIS VENTOSO – ABC – 12/08/15
· Y ahí siguen las redes sociales, con barra libre para las mayores ofensas.
Bradford, una ciudad de medio millón de habitantes en el Norte de Inglaterra, no es hoy precisamente la Riviera. Lejos del brillo global de Londres, montado sobre la manga ancha de la impresionante industria financiera de la City, el Reino Unido silencia patrióticamente sus heridas y su suave decadencia. Bradford supera de largo la media nacional de criminalidad y paro. El desempleo se dispara al 50% entre los inmigrantes de Pakistán y Bangladesh, que suponen un cuarto de su población.
Pero la ciudad tiene un pasado glorioso. En el siglo XIX fue uno de los primeros focos fabriles que se aprovecharon de la inventiva de la Revolución Industrial. Bradford se convirtió en «la capital de la lana del mundo», merced a sus telares pioneros. También se abrieron fábricas de camiones, furgonetas, motos. Era un imán de prosperidad, al que fueron llegando sucesivas remesas de inmigrantes: primero los irlandeses, luego los judíos europeos, después polacos y ucranianos y por último pakistaníes y bangladesíes. El problema es que desde mediados del siglo XX Europa perdió su chispa creativa. Inglaterra, que algún día cambió el mundo con sus libertades, su fútbol, su máquina de vapor y sus Beatles, hoy ya no inventa nada. Bradford conserva un impresionante legado monumental victoriano, con galardones varios de la Unesco. Pero es la estampa de un fracaso, el epítome de tantas ciudades del Norte de Inglaterra, marchitas y sin futuro tras ver cómo la fábrica del mundo se mudaba a China.
El pasado junio, en un instituto de Bradford de fachada de diseño, un profesor de apoyo, Vicent Uzomah, un varón negro de 50 años que llevaba solo siete semanas en el centro, pidió a uno de sus alumnos que le entregase un iPhone dorado con el que estaba pavoneándose en clase. «¡Negro, puedes quedarte con el teléfono!», le respondió el chaval, de 14 años, antes de sacar un cuchillo de cocina y perforarle el intestino. El chico, de ascendencia pakistaní, abandonó el aula y unas horas después fue detenido en una plaza, donde charlaba con dos colegas.
El perfil del agresor vuelve menos sorpresivo el ataque. El adolescente tenía antecedentes penales, se pasaba el día fumado y era un racista y un acosador escolar. Un juez le acaba de imponer una pena de once años de cárcel, de los que cumplirá tres (asómbrense: lo han juzgado y condenado en solo dos meses). El profesor, que salvó su vida pero sufrirá secuelas psicológicas y físicas, ha comparecido para decir que «como cristiano» lo perdona y que rezará para que reoriente su vida.
Si la historia acabase aquí sería dura, pero no especialmente singular: una agresión brutal a un profesor en un áspero colegio arrabalero. Pero hay algo más. A los veinte minutos de acuchillar a su maestro, el alumno subió su gesta a Facebook: «El h.d.p se divertía, así que le clavé la hoja directamente en su barriga», escribió. El mensaje recibió en solo unos minutos 69 «Me gusta».
«¡Qué enfermos!», exclamó el juez al aludir a los 69 fans mientras leía su sentencia. Pero la barra libre de internet diluye al final toda responsabilidad. Resulta irrelevante que las faltas virtuales provoquen daños reales. Las leyes contra la injuria y la difamación que obligan a los editores de prensa y a los periodistas no rezan en el mundo de Zuckerberg, que goza de barra libre para publicar en su plataforma las barbaridades que allí afloren (del mismo modo que practica alegremente la ingeniería fiscal para pagar cuatro patacones a las haciendas de Francia, España o Reino Unido, países en los que se lucra copiosamente). Por decirlo en su terminología simplona: «No me gusta».
LUIS VENTOSO – ABC – 12/08/15