Mikel Buesa-Libertad Digital
- En este país, ni mear se puede sin pagarle al gobierno. O a la concesionaria de la Renfe, que es casi lo mismo.
Me informa un compañero de colegio acerca de que en la estación de Chamartín se han instalado unos urinarios de pago. Si los ves en la página web te entusiasmas: tienen ducha, chequeo de salud e incluso «sala de familia» para que puedan evacuar los adultos y los niños en comandita, amén de otras virguerías, todo ello regado con vapor, tecnología contactless y toma de agua gratuita. Lo malo es el precio: a un euro la meada. Para mi amigo, es intolerable y se comprende, porque a nuestra edad lo de mear es problemático y muchas veces obliga a operaciones repetitivas que, en este caso, pueden ser una ruina. En nuestro grupo de WhatsApp, otro compañero comenta que con nuestras próstatas nos acabará costando un dineral.
Los asuntos ferroviarios han cambiado mucho y, en general, para bien, porque la tecnología nos ha conducido a poder viajar más rápido y con mayor comodidad. Yo todavía recuerdo aquellos trenes de madera arrastrados por ‘La Isabelita’ —una locomotora de vapor que funcionó hasta los años sesenta— que había en la línea que nos llevaba de Guernica a Pedernales —y vuelta— cuando, en familia, íbamos a la playa durante el verano. Los asientos no eran precisamente cómodos y había que tener cuidado al asomarse por las ventanillas del coche porque te podía entrar carbonilla en los ojos. Pero, en fin, el viaje duraba poco y, sobre todo al volver, con el cansancio de la arena y el sol, hasta te podías echar un sueñecito. En aquellos coches de viajeros atestados de aldeanos que discutían en euskera sin ninguna restricción —salvo para cagarse en esto o lo otro, mentando a Dios, que se hacía en perfecto castellano—, yo he visto a algunos mear sobre la vía desde el balconcillo de la plataforma, a veces por gamberrismo y a veces por necesidad, porque cuando las ganas aprietan no queda más remedio que aliviarse. Claro que había que estar atentos al revisor porque si te pillaba te llevabas una bronca e incluso una multa en aplicación del reglamento ferroviario, que no permite esas licencias.
La modernidad es lo que tiene. Ahora te cobran la multa por adelantado porque la tarifa de un euro por meada tiene un efecto equivalente al del revisor que te sorprende en plena faena. Eso sí, ya no hay aventura ni transgresión reglamentaria y ahora todo parece más pacífico y civilizado. Pero el euro de marras está ahí para recordarnos que, en este país, ni mear se puede sin pagarle al gobierno —o a la concesionaria de la Renfe, que es casi lo mismo—. Mi compañero piensa que estamos ante un tema crucial porque si pagamos sin rechistar haremos lo mismo que cuando fuimos a la mili: bajarnos los pantalones para enseñarle nuestras partes pudendas al médico del cuartel y, de esa manera, aceptar la disciplina irracional que, en aquella época, encarnaba el franquismo y que ahora pretende el sanchismo. Así que, como entonces, no nos queda más remedio que llamar a la rebelión para decirles a Adif y a Renfe que hasta aquí hemos llegado todos y, en especial, los mayores. Porque, con lo exiguo de la pensión y, encima, con la inflación desbocada, pagar en el mingitorio es como mear y no echar gota. Y ya no tenemos edad para eso.