«Vine a España tras descartar la posibilidad de estudiar medicina en EEUU. No me gustó el sistema americano y preferí el español. Me atrajo desde el principio. Así que dediqué 10 años de mi vida a estudiar la carrera en Madrid y a sacarme el MIR en el Puerta de Hierro de Majadahonda, en la especialidad de medicina de familia. Pronto me enamoré de este país hasta el punto de sentirme una española más. Los principios no fueron fáciles. Trabajos precarios haciendo sustituciones, contratos basura con despido de viernes a lunes. Los tuve también semestrales, de los que creo haber empalmado unos cuantos. Pero se trata de ir ganando puntos e ir subiendo en la bolsa para poder aspirar a mejores destinos. Por fin llegó un contrato fijo en un centro de salud en jornadas de tarde de 14:30 a 21:00. Para entonces ya me había casado con un español y había sido madre de dos niños que ahora tienen 9 y 6 años. Es un turno duro porque no puedes ir a buscarlos a la salida del colegio, ni jugar con ellos, ni prepararles la cena, ni leerles un cuento antes de dormir. Empecé a darme cuenta de que por la ausencia de conciliación me estaba perdiendo la mejor etapa de mi vida, la de la infancia de mis hijos. De modo que cuando me ofrecieron un contrato de interinidad en el Servicio de Atención Rural (SAR) lo sentí como una liberación«.
Los SAR (40 centros) son los servicios de urgencia extrahospitalaria que atienden a partir de las 9 de la noche cuando cierran los centros de salud, dando cobertura a la población rural. Su equivalente en Madrid y grandes pueblos del conurbano madrileño son los SUAP. Dotados con una media de entre 4 y 6 médicos, los SAR no han cerrado ni en Filomena ni en la pandemia, y su eficacia está más que probada atendiendo desde asuntos menores hasta urgencias graves. Sí cerraron con la pandemia los 37 SUAP y cerrados han seguido desde entonces, en medio de un malestar que ha ido subiendo de grado entre la ciudadanía y los profesionales afectados, que en este tiempo se han ido buscando la vida como han podido. Hasta que la Consejería de Sanidad madrileña decidió en junio lanzar un plan de reapertura de estos centros sin contar con su personal, de modo que la Comunidad volvía a tener abiertos 77 centros de urgencia extrahospitalaria pero atendidos únicamente por el personal de los SAR, que ven así reducido drásticamente su equipo médico y de enfermería. La medida se implantó entre el 26/27 de octubre e implicó cambios bruscos de destino de los sanitarios, gente que recibió las órdenes de sus nuevos lugares de trabajo por burofax e incluso de madrugada. El cabreo fue grande en un sector muy consciente de su posición, muy afirmado en la importancia de su labor y que, en consecuencia, reclama de la «jefatura» el respeto debido.
«El nuevo escenario me coloca en una situación imposible porque, dada mi situación familiar, yo no puedo trabajar por la tarde. En realidad aceptas trabajar fines de semana y festivos en un SAR porque te gustan las urgencias y porque tienes más o menos cubiertas las espaldas en tu casa, pero los cambios de destino y de jornada que te impone el nuevo diseño te rompe cualquier posibilidad de conciliación, de modo que escribo correos y más correos a la Consejería planteando mi problema sin recibir jamás respuesta, hasta que un día, harta de no recibir noticias, decido renunciar y que sea lo que Dios quiera porque no puedo más. Y entonces sí, entonces me contestan casi a vuelta de correo para comunicarme que me penalizaban en la bolsa colocándome en el último puesto del escalafón. Aquel día sentí que me estaban invitando a irme».
El descalabro a nivel nacional es importante, porque el país está dedicando, durante una media de 10 años, cuantiosos recursos en la educación y especialización de médicos y enfermeros que luego se van a trabajar al extranjero dejando en situación precaria el sistema nacional de salud
«Yo venía recibiendo ofertas de trabajo fuera de España desde hace tiempo, ofertas jugosas desde el punto de vista salarial y de condiciones de trabajo, de Alemania, de Francia, de Irlanda… Todas triplicaban mi sueldo, pero nunca me había planteado aceptarlas porque mi vida y la de mi familia está muy encarrilada en España, amamos a este país y queremos vivir aquí nuestra vida, pero ahora todo se ha ido al traste. No soy la única. Cerca de 30 médicos han renunciado en las últimas semanas en Madrid, una señal de alerta o de alarma que debería hacer reflexionar a quien corresponda».
«De modo que volví a tomar contacto con la reclutadora que me había contactado hace tiempo y enseguida me presentó varias ofertas. La más interesante, de Irlanda, para trabajar en un centro fuera de Dublín, con una dotación de 9 médicos, en jornadas de lunes a viernes 4 horas mañana y otras 4 tarde, con 15 minutos de atención por paciente (cosa extraordinaria para un médico de familia español que a veces está obligado de recibir a 50/60 pacientes al día), con alojamiento a cargo del hospital y con posibilidad absoluta de conciliación familiar. Y 100.000 euros brutos. Y me voy, claro, me voy porque de un día para otro me han roto el rumbo de vida que tenía trazado, han hecho añicos mis planes… Mis hijos tienen que terminar el curso escolar, tiempo que utilizaré para completar el papeleo, bastante prolijo, y que empezará esta misma semana con un ejercicio de evaluación telemática de mi nivel de inglés».
«Yo no quiero ganar los 100.000 euros que me ofrece Irlanda ni mucho menos. Yo aspiraba a seguir trabajando en España atendiendo bien a mis pacientes y conciliando mi vida familiar. Eso era todo. Cuando ese horizonte se quiebra, tienes que buscarte una salida. Por fortuna, mi marido puede trabajar con su ordenador desde cualquier sitio, de modo que por ahí no tengo problema. Supongo que empezaré haciendo suplencias para ir conociendo el sistema y a finales de curso nos iremos todos».
El problema lo tiene España, la sanidad española, porque si a un joven titulado no le ofreces un entorno laboral adecuado y un contrato mínimamente atractivo se va a ir a trabajar fuera, que para los jóvenes no existen ya las fronteras y menos aún en la UE. Pero el descalabro a nivel nacional es importante, porque el país está dedicando, durante una media de 10 años, cuantiosos recursos en la educación y especialización de médicos y enfermeros que luego se van a trabajar al extranjero dejando en situación precaria tu sistema nacional de salud. Es un problema de primera magnitud que requería soluciones al máximo nivel y con el mayor consenso posible. Salarios atractivos, sí, pero también trato adecuado, respeto al trabajo y a la opinión de los profesionales sanitarios. Que parece haber sido lo que ha fallado en la reciente crisis de la sanidad madrileña.
Ayuso es el espejo cóncavo donde se reflejan las miserias de un Gobierno empeñado en la paulatina demolición del edificio constitucional. Con Feijóo en un plano más institucional, la presidenta madrileña ha asumido el papel de mascarón de proa
Para nadie es un secreto que Isabel Díaz Ayuso se ha convertido en la oposición más tenaz no ya al sanchismo, que va de suyo, sino a esa izquierda zarrapastrosa española, toda ella radical porque moderada ya no existe, que la distingue con su odio visceral. Ayuso es el espejo cóncavo donde se reflejan las miserias de un Gobierno empeñado en la paulatina demolición del edificio constitucional. Con Feijóo en un plano más institucional, la presidenta madrileña ha asumido el papel de mascarón de proa, frontón donde se estrellan los peores instintos de Sánchez y su banda. Es la mujer que saca a nuestro Antonio de sus casillas, porque no aspira a que esa izquierda casposa le perdone la vida, máxima pretensión de tanto centrista centrado en el santo temor al qué dirá de él nuestra atrabiliaria gauche. Y es la primera autoridad de la región más rica de España, una comunidad que desde hace tiempo se le resiste a un socialismo al que viene propinando sonoros portazos electorales.
La obsesión de esa izquierda que no puede en las urnas con el Madrid liberal y urbano por acabar con Ayuso y ocupar la Puerta del Sol roza la paranoia. Con la sanidad como martillo pilón. La izquierda siempre ha tenido un sentido muy patrimonial de la sanidad y la educación, dos materias que considera suyas por derecho propio y donde no consiente que nadie meta la nariz a menos que sea para hacer lo que ella diga. De modo que cada tres o cuatro años monta el «pollo», siempre con el mismo argumento por bandera: la negativa a permitir que la malvada derecha desmantele la sanidad pública para entregársela en bandeja a sus amigos ricos de la privada. Convencida la «médica y madre» y su tropa de que si agitan convenientemente las aguas de un mar tan sensible como el sanitario, Ayuso acabará saltando por los aires y los madrileños acudirán a votarles en masa. Cosa que no suele ocurrir, lo que sitúa a las Mónicas en un callejón sin salida a medio camino entre la frustración y la melancolía. Lo peor, con todo, de tan mendaz estrategia es que va minando poco a poco la moral de médicos y enfermeros, en particular los de atención primaria, encapsulados entre los tics autoritarios de la Consejería de Sanidad y el martilleo de una izquierda sindical empeñada en sembrar diariamente derrotismo y miseria en una de las regiones con mayor esperanza de vida del mundo.
Pero asumir esa condición de enemigo público número uno del sanchismo tiene un coste elevado para Ayuso, porque supone hacer frente a las maquinaciones de ese «enemigo formidable» que desde Moncloa maneja a su antojo el aparato del Estado y dispone de una armada mediática de fidelidad perruna. Que el Gobierno Sánchez ha utilizado políticamente la crisis sanitaria madrileña para desgastar a Ayuso es a estas alturas una obviedad que no reclama mayor análisis. Algo de sobra conocido por la propia Ayuso y su consejero de Sanidad, lo cual debería reclamar de ambos una dosis extra de mano izquierda, alejada de la proclama visceral, a la hora de hacer frente a un litigio tan complejo, tan cargado de sensibilidades, como el descrito. «Con tanta gente estresada como hay en el sector, lo que no puedes hacer es llamar vagos o rojos a médicos y enfermeros cuando sabes muy bien que este es un sector mayoritariamente de centro derecha. Eso es un despropósito que predispone al colectivo en tu contra«.
Esta crisis, que el viernes entró en vías de solución, no se resolverá con proclamas o denuncias de utilización política partidista y mucho menos con exabruptos. Esto se solucionará con talento y capacidad de gestión, que es precisamente lo que parece haber faltado en la Puerta del Sol en el arranque de la misma. Ocurre, además, que tocar cualquier elemento organizativo en Sanidad, por pequeño se sea, supone enfrentarse a los derechos adquiridos de médicos con plaza en propiedad que se resistirán al cambio como gato panza arriba. Esta es una organización muy inercial, en la que es difícil modificar el statu quo, razón de más para censurar el nivel de improvisación o desbarajuste que subyace en un plan de reapertura del servicio de urgencias extrahospitalarias que ha conocido hasta cuatro versiones o rectificaciones en los últimos meses.
Este no es un problema madrileño, por mucho que las baterías del sanchismo hayan tratado de focalizarlo en Madrid. El de la sanidad es un problema nacional y de unas proporciones gigantescas, equiparable incluso al de las pensiones
Con todo, este no es un problema madrileño, por mucho que las baterías del sanchismo hayan tratado de focalizarlo en Madrid. El de la sanidad es un problema nacional y de unas proporciones gigantescas, equiparable incluso al de las pensiones. De acuerdo con datos ofrecidos por el Sistema de Cuentas de Salud (SCS), el gasto total del sistema sanitario español, entendido como la suma de los recursos asistenciales públicos y privados, ascendió en 2019 a 115.458 millones de euros (81.590 financiados por el sector público y 33.868 por el sector privado). Durante el quinquenio 2015-2019, el gasto sanitario total se incrementó un 15,8% (15.748 millones en términos absolutos). El gasto sanitario público creció un 14,7% (10.466 millones), mientras que el privado lo hizo en un 18,5% (5.283 millones). En 2019, el gasto sanitario total representaba un 9,3% del PIB, financiado en un 6,6% con recursos públicos y en un 2,7% con privados. En relación a la población, ese gasto sanitario ha pasado de 2.148 euros por habitante en 2015 a 2.451 euros por habitante en 2019, con un incremento anual medio del 3,3% en el quinquenio.
Estamos pues ante un sector que consume una cantidad ingente de recursos, pobremente financiado a tenor de las opiniones más solventes, y cuya situación se va a ir agravando a causa del envejecimiento de la población y de la necesidad de dedicarle crecientes partidas presupuestarias para, entre otras cosas, mejorar la retribución del personal sanitario evitando fugas como la de la protagonista de esta historia, y afrontar la renovación de equipos de alta tecnología médica y de carísimas especialidades farmacéuticas, todo ello con la vista puesta en seguir dando un buen servicio o incluso mejorarlo, lejos de situaciones como la que atraviesa el National Health Service (NHS) británico, con gente que muere porque no hay un médico que la atienda ni una ambulancia que la traslade a un hospital. Una bola de nieve cuyo tamaño no deja de crecer, porque no hay Gobierno en cuyos Presupuestos no figure un aumento del gasto sanitario del 6% anual o más, y que, por encima de todo, reclama una capacidad de gestión que brilla por su ausencia en nuestro sistema nacional de salud. Calidad de gestión para organizar los servicios y prestar la debida atención al ciudadano con el mismo o incluso menos dinero gracias a una cosa que se llama eficiencia en el gasto, un concepto con el que está reñida una izquierda tautológicamente convencida de que cualquier problema se arregla echándole encima paladas de dinero, dinero a espuertas como si no hubiera un mañana y como si creciera espontáneamente de un árbol tal que las cerezas.
Un problema cuya solución deberá centrar la atención de Gobierno y oposición dispuestos a alcanzar un pacto que aborde el actual caos desde esa perspectiva de la calidad de la gestión. Seguir el ejemplo de esa Irlanda a la que emigran nuestros médicos. La isla, que en el XIX soportó una hambruna que causó más de un millón de muertos y obligo a otro millón a emigrar a USA, es hoy una economía abierta, con una fiscalidad atractiva para las empresas, un mercado laboral flexible y una mano de obra altamente cualificada, lo que se ha traducido en pleno empleo y en una renta per cápita que en 2021 rozaba los 85.000 euros, casi tres veces (30.115) la española. ¿Milagro? No, consecuencia de la aplicación durante mucho tiempo de buenas políticas públicas. España es el ejemplo perfecto de las malas políticas. Fijémonos en un tema tan crítico como el Covid. España fue el país de la UE que más PIB perdió y en el que se registraron más muertes de todo el continente. Pero, como las desgracias nunca vienen solas, es también el que cuenta con el mayor paro juvenil, las tasas de fracaso escolar más elevadas y la deuda pública, que acaba de rebasar el billón y medio de euros, más abultada (tras Italia) de Europa. Abogar, como recientemente hacía el profesor Fernández-Villaverde, por «una gran estrategia de futuro fundamentada en un gran consenso social y político» para abordar los temas de fondo (crecimiento, sanidad, pensiones, etc.) debería ser un imperativo moral más que una necesidad para cualquier demócrata español. Por desgracia, es imposible imaginar a día de hoy una tal estrategia con un Gobierno empeñado en remar en contra de los intereses de la nación. Toca resistir. O emigrar a Irlanda.