- Un pequeño grupo de personas puede llegar a ser más eficaz que mil medidas a la hora de conectar política y emocionalmente con la ciudadanía
Si alguien, en su huida de los gritos e insultos que ensordecen el hemiciclo del Congreso, decidió recalar, para tomar aliento, en el sosiego que reina en el Parlamento vasco, debió arrostrar un aburrimiento que invitaba al bostezo. Es lo que cuesta la «normalidad democrática», y no es desmesurado el precio. Y si bien ni el tono ni las palabras que se escucharon el jueves en la Cámara de nuestra Comunidad invitaban, como habría sido el deseo del candidato a lehendakari, a «conectar emocionalmente con el ciudadano», tampoco era de esperar que tal objetivo se fuera a alcanzar en una sesión que, más que por emotivos discursos, iba a caracterizarse por la enumeración de 1.000 u 845 medidas, según cuál de sus dos proponentes las contara, que más parecían dirigidas a abrumar a la audiencia que a entusiasmarla. La conexión prometida llegará, de hacerlo, a lo largo de la legislatura y se basará en la calidad de las iniciativas que se adopten y no precisamente en su abrumadora cantidad.
Por otra parte, tampoco es que las medidas enumeradas fueran del todo nuevas ni innovadoras. Se trataba, más bien, de acciones que, con uno u otro nombre, continuaban y, en el mejor de los casos, actualizaban las que se habían iniciado en el pasado. No se tome esta apreciación por desprecio. Al fin y al cabo, de quienes las proponían no podía esperarse que enmendaran la totalidad de su pasado, sino, a lo sumo, que lo retocaran y perfeccionaran para adaptarse a las nuevas circunstancias que los revueltos tiempos que vivimos están trayendo consigo. En lo «nuevo» de «esta nueva era que hoy se inaugura», tal y como la definió, fue en lo que insistió el candidato alternativo que el pasado jueves hizo su presentación y que, con un apocalíptico mensaje de «he aquí que hago nuevas todas las cosas», trató de perfumar el olor a naftalina que desprendían las medidas que propuso y que no eran sino desechos de la vieja historia universal y de la nuestra particular.
El inicio de Pradales en el Parlamento fue solvente. Le ha llegado el momento de emerger para dar muestras de la sinceridad de sus palabras
Con todo, sí que hubo novedades, e importantes, en el debate del jueves. No tanto en las medidas, como he dicho, cuanto en las personas, lo que, para el anunciado empeño de «reconectar la política con la ciudadanía», puede ser incluso más eficaz que aquéllas. El talante personal cuenta en política. Me fijaré en tres de esas novedades, sin despreciar la ya conocida de Eneko Andueza, renovado, si no nuevo, con un discurso cuyo tono convencido y entusiasta dio vida a la mortecina atmósfera de la Cámara. Pero, centrándome en los nuevos de verdad, el candidato alternativo, Pello Otxandiano, se presentó a la audiencia, más que con un discurso al uso, con una suerte de conferencia bien estructurada, propia de politólogo más que de político y cargada de autosuficiencia profesoral. Pena que, al oírla, a uno le viniera a la mente aquel famoso verso de El mío Cid: «Dios, qué buen vasallo, se oviesse buen señor». Y es que, en el Parlamento, aparte de presentarse uno a sí mismo, también representa y, además de denotar, connota, y en el caso connota y representa un pasado del que es muy difícil desprenderse e hipócrita tratar de desentenderse. No lo borra el mero paso del tiempo.
Más que por su insultante juventud para el desempeño del cargo destacó el portavoz del PNV por su tono y sus palabras, habituados como estábamos a la tronante voz de quien fuera su predecesor durante, no años, sino décadas. Una sorprendente mezcla de ingenuidad, madurez, atrevimiento y sinceridad fue lo que transmitió su intervención. Dijo como sin decir, criticó sin herir, combinó sin exagerar lo personal y lo institucional e hizo gala de un aplomo que contrastó con su edad. Representó, sin duda, la apuesta más arriesgada que ha hecho, de momento, su partido en busca de la inevitable renovación. Pocas veces como en este caso resulta apropiado afirmar que sólo el tiempo hará de juez del acierto o desacierto de tan osada decisión. Salvar el desfase generacional es quizá el más arduo reto a que habrá de enfrentarse el PNV.
Y, por fin, cómo no, el ya lehendakari Imanol Pradales. No hizo el jueves más que comenzar a exponerse a una mirada pública que no dejará pasar ni el más mínimo e insignificante de sus gestos. El inicio fue solvente. Dejó claros sus propósitos: templanza, determinación y apertura al diálogo. Y, tras haber estado sumergido desde que se presentó a las elecciones, le ha llegado el momento de emerger para dar muestras de la sinceridad de sus palabras. Será ésta, la de la sinceridad, la primera prueba a la que habrá de someter su proclamada promesa de «conectar política y emocionalmente con el ciudadano».