- Se trataba de implantar al «hombre nuevo» en Camboya. De inmediato, sin transiciones. El hombre viejo debía cederle el puesto. Se procedió al perfecto reemplazo. Y, en cuatro años, el 21 % de la población camboyana fue exterminado
Era un 15 de abril. Mañana hará medio siglo: los khmer-rojos iniciaban su asalto final a Nom Pen. Cuarenta y ocho horas después, la evacuación de la capital de Camboya fue decretada. Era el inicio de un genocidio que nadie supo prever entonces. Basta bucear en las hemerotecas las primeras páginas de la prensa europea por aquellos días, para leer más la fascinación que el miedo. El espejismo de los casi adolescentes guerrilleros arrasaba, no sólo con el viejo régimen corrupto. Se llevaba también por delante las básicas cautelas que la terrible historia de la península de Indochina debiera haber impuesto en quienes tenían el deber de analizarla. E ignoraba la primera atroz medida del nuevo gobierno: ejecutar a todos los oficiales del ejército vencido, así como a sus esposas.
La ceguera no duró mucho: los vencedores no se tomaron la molestia siquiera de propiciarla. Se trataba —explicitó el por entonces oscuro Pol Pot— de implantar al «hombre nuevo» en Camboya. De inmediato, sin transiciones. El hombre viejo debía cederle el puesto. Se procedió al perfecto reemplazo. Y, en cuatro años, el 21 % de la población camboyana fue exterminado. ¿Bajo qué criterios? Cae por su peso: el de lo viejo a lo cual lo nuevo depura. Lo viejo de la edad, que hace a los hombres depósito de la imperdonable memoria del pasado; lo viejo, que la cultura blinda en los cerebros de las gentes alfabetizadas; lo viejo, cuyo más obvio síntoma son las gafas, instrumento del acceso a esos depósitos del burgués tiempo ido que son los libros.
Todos excedentes. Todos muertos.
Simon Leys —que fue el más sabio de los analistas del comunismo asiático— cifraba en la enormidad del absurdo acometido, su estupor ante aquel genocidio —él lo llama «autogenocidio»— que, entre 1975 y 1979, exterminó a casi un cuarto de la población camboyana. Un exterminio, cuyas ejecuciones no pasaban por las demasiado modernas cámaras de gas de la vieja Centroeuropa, sino por el más humilde e íntimo garrotazo en la nuca. «Los horrores del siglo XX confirman las intuiciones de Kafka. Y, sobrevenido a finales del siglo, el genocidio camboyano constituyó, de algún modo, su epílogo más extremo y más grotesco: no era sólo una monstruosidad (de eso, pensábamos haber agotado ya el registro); era también la caricatura loca de una monstruosidad».
Y, a un «hombre nuevo», había que amoldar un nuevo mundo a estrenar a su medida. Sería un universo de pureza sin pasado, exento de las remoras y arcaísmos de aquella humanidad imperfecta que dejaba atrás. Y, sobre todo, exento de cualquier memoria, de cualquier remordimiento o añoranza. Las escuelas, lugar de aprendizaje muerto y corrupción anímica, fueron clausuradas. La moneda, templo y acicate de codicia y podredumbre capitalista, fue abolida. Y a la destrucción de las gafas siguió la destrucción de máquinas y modernos artilugios, industriales o domésticos, juzgados enemigos del sano buen hacer campesino. Hombre y naturaleza debían perseverar solos, sin mediación de artificios que corrompiesen el retorno a un alucinado paraíso original y perdido. Y a esa supresión del tiempo, y a esa depuración de sus humanos residuales, se la llamó «comunismo ahora». Y hasta hubo grandes intelectuales europeos —cuyos nombres, por piedad, eludo— que se empeñaron en ver aquello como la más grandiosa culminación de los tiempos: Paraíso.
De los 15.000 hombres que pasaron entre 1975 y 1979 por el campo de tortura S-21 en Thuol Seng, sobrevivieron catorce. Treinta años después, ante el tribunal internacional que lo juzga por crímenes de guerra, Kang Kek Ieu, alias Douch, comandante del centro, daría una descripción precisa del protocolo aplicado: «La política a seguir era que nadie podía salir vivo de S-21. Bajo las órdenes directas del acusado y a veces con sus propias manos, las personas detenidas en S-21 fueron sometidas de modo intencional a sufrimientos físicos y mentales intensos con la finalidad de extraerles confesiones e infligirles castigo… Las víctimas eran golpeadas con bastones de ratán y látigos, electrocutadas o asfixiadas con sacos de plástico atados en torno a sus cabezas, desnudadas para someter sus genitales a descargas eléctricas… El acusado ha admitido que los golpes de bastón eran los más utilizados porque las otras formas de tortura llevaban demasiado tiempo». Al final, eso sí, Douch tendrá la cortesía de excusarse. Con lo que él juzga un óptimo argumento: «Estoy profundamente desolado por los asesinatos, por el pasado. Yo tan sólo quería ser un buen comunista».
Era un 15 de abril cuando empezó todo en Camboya. Muy pocos fueron castigados por los crímenes de entonces. Mañana hará medio siglo.