MIGUEL ESCUDERO-EL CORREO

  • El ‘ángel rojo’, delegado de Prisiones en la Guerra Civil, arriesgó su vida por evitar el linchamiento de reclusos del bando nacional

Si España fuese un país sensato y agradecido, elevaría monumentos en su corazón a este humilde hombre. ¿Por qué? ¿Quién fue? ¿Quién se acuerda de Melchor Rodríguez y de lo que hizo?

Nació en 1893 en el sevillano barrio de Triana, en el seno de una familia pobre. Trabajó desde muy niño como calderero, hizo de monaguillo y se aficionó al toreo. Actuó como novillero en varias plazas, en la de Alcalá fue gravemente corneado y abandonó la tauromaquia. Con 27 años se estableció en Madrid y trabajó como maestro chapista, también de ebanista. No tardó en identificarse con la causa de los trabajadores, le ayudó a ello el encuentro con un ejemplar y humanitario médico anarquista. Adquirió el hábito de leer por las noches y los fines de semana, y comenzó a escribir artículos como militante de la CNT.

No hacía cuatro meses que había estallado la Guerra Civil cuando el nuevo ministro de Justicia, Juan García Oliver, le nombró delegado especial de Prisiones del área de Madrid. Tenía 43 años y a 11.200 presos a su cargo. Renunció al sueldo y lo dirigió íntegro al socorro confederal. Luchó contra las sacas propiciadas por los comunistas y las abortó. Melchor sabía que los presos eran personas bajo su custodia y tenía firme conciencia de su deber.

El 6 de diciembre de 1936, los rebeldes bombardearon Guadalajara y al irse la aviación se produjo una carnicería como venganza: en un par de horas se acabó con la vida de más de trescientos reclusos. Dos días después, los bombardeos llegaron a Alcalá de Henares y se quiso repetir la venganza. Melchor puso en peligro su vida al enfrentarse con excepcional arrojo a la turba que iba a linchar a más de 1.500 presos. Todos estos, sin duda, le debieron la vida; entre esas víctimas seguras estaban el general Muñoz Grandes, Javier Martín Artajo (de la CEDA), dos hermanos Luca de Tena, Ricardo Zamora y Raimundo Fernández Cuesta.

Melchor estuvo encarcelado tanto con Alfonso XII como con la República y con Franco en casi cuarenta ocasiones. No podía dejar de estar del lado de los reclusos, los veía como seres humanos y no les odiaba. La revolución, decía, no es asesinar a hombres indefensos. No consentía ser reflejo de las barbaridades del enemigo y tenía claro que sin justicia todos estamos perdidos. Lidió la tragedia con coraje: «¡No tenemos ningún derecho a matarles!, ¿acaso son responsables de los bombardeos?». «Por las ideas se puede morir, pero nunca matar por ellas», repitió. No tardó en ser cesado.

Ya en 1939 apoyó el Consejo Nacional de Defensa del coronel Casado, Julián Besteiro y Cipriano Mera, que ante la desbandada republicana quisieron evitar más baño de sangre, más dolor y desdichas. Melchor fue uno de los cuatro concejales de Madrid que no huyó al entrar los franquistas. Estaba en representación de la FAI y pactó la entrega de Madrid sin violencia, en un acto sin fotógrafos. Por radio dijo: «Ya se ha sufrido mucho en esta ciudad mártir que pasará a la historia habiendo dado una muestra inaudita de sacrificio. Madrileños, ¡hagamos frente a la adversidad con juicio! ¡Vivamos y recuperémonos de la guerra!».

Besteiro fue condenado a 30 años de cárcel y murió en presidio. Melchor fue condenado a muerte, pero el general Muñoz Grandes se presentó tras la sentencia con un pliego de descargos, un álbum con más de 2.000 firmas testimoniando su gratitud hacia el reo; Fernández Cuesta no firmó. Al poco la pena se redujo a veinte años y un día. Obtuvo la libertad atenuada a los cinco años. Rechazó diversos empleos ofrecidos por sus amigos y tampoco aceptó entrar en los sindicatos verticales: «Siempre seré libertario y pensaré como pienso». Aceptó, en cambio, trabajar como agente de sociedades de seguros.

Volvió a ser detenido y procesado en 1956 quien había declarado que «sin libertad y justicia no puede haber paz». También fue multado por poner una placa de color rojinegro en la puerta de su piso que decía: «Melchor Rodríguez. Título de honor: persona decente». La nobleza, la bondad, la alegría y la razón siempre le acompañaron, con ellas defendió la fraternidad y la igualdad.

Murió el 14 de febrero de 1972. Unas 500 personas se reunieron en el cementerio civil para despedirle, en un acto del que no se tienen fotos y que fue vigilado por policías de paisano. Se le enterró envuelto con la bandera de la CNT y se permitió cantar ‘A las barricadas’, sus agradecidos adversarios guardaron respetuoso silencio que fue correspondido al rezarse un padrenuestro por su alma. Martín Artajo dijo creer que el divino rebelde de Cristo saldría a su encuentro.

Todo esto lo explica Alfonso Domingo en su biografía ‘El ángel rojo’ (Espuela de plata), a quien ha dedicado también un magnífico documental y un guion para una película que aún no tiene productor.