Miquel Escudero-El Imparcial

Puede que Espartaco pronunciara estas palabras cuando se sublevó contra Roma, un siglo antes de Cristo. En todo caso, este lema estaba inscrito en una viga de una casa de formación de las Juventudes Hitlerianas. Quienes esclavizaban preferían morir antes que ser humillados y maltratados, y se acordaban entonces de su dignidad

Al derrumbarse el Tercer Reich, Hitler y sus más allegados decidieron quitarse la vida, pero apenas se menciona, en cambio, la epidemia de suicidios que se produjo entre los alemanes: hubo decenas de miles. ¿Qué llevó a que familias enteras se suicidaran y que mataran a sus niños y bebés? Estos suicidios ampliados no distinguían de sexo ni de clase social, de edad ni de profesión. En su libro Prométeme que te pegarás un tiro (Ático de los Libros), Florian Huber habla de respuesta a un colapso emocional. En aquella guerra con voluntad de exterminio, murieron veinte millones de rusos y el Ejército Rojo estaba ávido de venganza: saquear, matar, torturar y violar. Se habla de dos millones de alemanas violadas por los rusos. «Las mujeres más jóvenes habrían dado cualquier cosa por volverse invisibles, pero lo único que podían hacer era disfrazarse, un consejo que les había llegado con las historias sobre el avance soviético». El abismo se abría ahora sobre los alemanes, una insoportable desesperación ante el terror brutal que se anunciaba sobre ellos, por el solo hecho de pertenecer a Alemania.

Huber ha indagado en aquella oleada de suicidios. El hechizo que Hitler había producido se había roto: «el sueño de que todo era posible había terminado». Un pueblo envilecido tras más de doce años de serle inculcada su superioridad sobre los demás, carecía de defensas para asumir la realidad. Llenos de estupor, asistían incrédulos al fin del Tercer Reich, no pocos enmascararon y negaron su participación en aquel proceso. Los hoy día autotitulados ‘antifascistas’ fingen ignorar que el NSDAP fue un colosal partido de masas con el que comparten algunas similitudes, no sólo el gusto por marchar con antorchas. Veamos algunos lemas, sólo basta cambiar el sujeto: «Alemania somos todos nosotros». «Por fin un solo pueblo». «Las calles son nuestras».

Antes de que Hitler llegara a ser canciller, hombres y mujeres se colocaban en las esquinas -muertos de hambre- con carteles al cuello: «Se busca trabajo de cualquier tipo». Con los nazis, muchos de ellos consiguieron fijar un lugar en la comunidad y sentirse útiles. No pocas familias se mantuvieron unidas con el vínculo de su obsesión por Alemania. Un gigantesco aparato de propaganda y de recaudación producía un entusiasmo desbordante. Había una popular y eficaz organización asistencial para pobres y parados: ‘Auxilio de Invierno’. Las masas rebosaban de gratitud a los nazis por haber recuperado la confianza en sus vidas, tener trabajo y salir de la humillación nacional e individual. Les bastaba con obedecer consignas y enterrar en lo más profundo de su ser el conflicto de vivir aceptando mentiras y falsedades. Al subir al poder Hitler, la fecha del Tratado de Versalles fue declarada día de luto nacional, las banderas puestas a media asta, las clases suspendidas. Quienes no adoptaron las convicciones que ya imperaban por doquier se replegaron y se cosieron la boca para no ser hostigados y acosados (en cualquiera de las distintas fases de linchamiento). Naturalmente, todo fue de forma exponencial a peor.

Al acabar la batalla de Stalingrado se dieron en el Ejército Nazi unos dos mil casos de suicidio, el doble de los que se habían dado antes. Huber cuenta que al final del Tercer Reich, se suicidaron uno de cada cinco almirantes alemanes, uno de cada siete generales de la Fuerza Aérea, y uno de cada diez generales del Ejército de Tierra.

Este autor alemán centró su análisis en la pequeña ciudad de Demmin, la tierra de los tres ríos, donde ni una sola bomba cayó durante la guerra, y donde, entre el 30 de abril y el 5 de mayo de 1945, se produjeron unos mil suicidios, algunos de ellos dramatizados en la narración. Los soviéticos saquearon sin piedad Demmin y, tras incendiarla, ésta pasó a pertenecer a la República Democrática Alemana, donde aquellos suicidios fueron silenciados, como si nunca hubieran ocurrido, y se convirtieron de facto en un tema tabú. En cambio, los comunistas pretendieron de forma cínica, y hasta el final de su dominio (producido con la caída del Muro de Berlín), que la destrucción que ellos habían hecho de esa ciudad había sido obra de los nazis. Entre totalitarios anda el juego de la mentira sistemática, su medio natural.

Todas las víctimas, sean de donde sean y piensen lo que sea -o dejen de pensar-, tienen nombres y apellidos y son siempre seres de carne y hueso; la misma identidad compartida que se procura ocultar por intereses espurios.