Pedro Sánchez ha cometido su primer error grave antes incluso de partir hacia China y es el de considerar a Xi Jinping como parte de la solución y no como núcleo del problema.
Porque China no es la clave para conseguir un alto el fuego en Ucrania que en la práctica derivaría en la consolidación de los territorios conquistados por Rusia, y muy singularmente Crimea, sino el colchón que le permite a Vladímir Putin seguir soñando con una inevitable victoria final que llegará con el tiempo a la vista de que la tolerancia de las sociedades democráticas a todo aquello que altera la temperatura uterina de su zona de confort es mucho menor que la de las sociedades dictatoriales.
Me contó el pasado domingo Nicolás de Pedro, probablemente el mayor experto en geopolítica rusa que hay en España, que en las altas esferas moscovitas se cuenta un chiste que debería poner sobre alerta al presidente español durante su visita a China: en un día bueno, Rusia cree que ganará la guerra de forma aplastante; en un día malo, Rusia cree que, con el tiempo, ganará la guerra de forma aplastante.
Rusia y China comparten un mismo sentimiento de agravio histórico, una misma nostalgia por un pasado imperial presuntamente perdido a manos de Occidente, un enemigo común (la democracia), un mismo desprecio por la «decadencia occidental» y una idéntica voluntad de retorno al edén perdido.
Rusia y China son potencias tan ensimismadas con su pasado como ese Occidente progresista que llama a reinterpretar su historia a la luz de las modas ideológicas más estúpidas del presente, a derribar las estatuas y el recuerdo de los arquitectos de las democracias liberales, y a reconstruir su economía en función de las neurosis de quienes no han creado un solo puesto de trabajo en su vida pero que aspiran a devolver el planeta a un supuesto estado de pureza natural que el capitalismo «canibal» habría corrompido.
Que China esté apareciendo poco a poco como uno de los principales financiadores de los movimientos ecologistas radicales en la UE, así como uno de los protagonistas del sobredimensionamiento mediático de las protestas de los chalecos amarillos en Francia, apoyadas tanto por la ultraderecha como por la ultraizquierda francesas, lo dice todo sobre cuál es el peligro de las nuevas religiones progresistas.
China, Rusia y Occidente comparten por tanto su mesianismo, con una diferencia significativa. Mientras Rusia y China están dispuestas a ir a la guerra militar, cibernética y económica contra Occidente para recuperar su paraíso perdido, Occidente sólo está dispuesto a ir a la guerra contra sí mismo para lograrlo. Los tres actores de esta función deliran, pero sólo uno de ellos es lo suficientemente estúpido para autodestruirse.
Y la prueba está en ese «estamos viviendo un cambio que no hemos visto en cien años y nosotros estamos pilotando ese cambio» que Xi Jinping le dijo a Putin, frente a las cámaras de televisión rusas, tras la reunión que ambos mantuvieron hace una semana en Moscú. Algo imposible de oír en la amodorrada Bruselas.
La sintonía ruso-china olvida por supuesto detalles como que al menos una parte de ese añorado paraíso perdido debería ser devuelto por el otro. La Convención de Pekín de 1860, considerada por China como una de sus mayores humillaciones históricas, cedió parte de la Manchuria Exterior a Rusia, y muy especialmente la ciudad de Ussuriisk, cuya importancia geoestratégica se evidencia con un sencillo vistazo al mapa. Por no hablar de los llamados conflictos sino-soviéticos de 1929 y 1969.
La visión de Occidente como un imperio construido sobre el pecado original del esclavismo obvia, por su parte, no sólo que China y Rusia han sido imperios históricamente tan brutales como la Bélgica de Leopoldo II, sino que los mayores esclavistas de la historia han sido los otomanos (a principios del siglo XVII, uno de cada cinco habitantes de Constantinopla era esclavo) o que la esclavitud en África habría sido imposible, igual que la conquista de América, sin la colaboración de las propias tribus africanas enfrentadas entre sí.
La mayor y más inteligente de las trampas diseñadas por Rusia para paralizar a las sociedades occidentales es la de «la escalada». La idea de que armar a Ucrania incrementa las posibilidades de que Vladímir Putin entre en pánico y acabe provocando una guerra nuclear en suelo europeo.
[El plan de paz de China en Ucrania: alto el fuego, fin de las sanciones a Rusia y respeto a la soberanía]
La idea no es sólo grotesca (el poder ruso está dividido en docenas de facciones y jerarquías que hacen imposible el estallido de un conflicto nuclear sin el acuerdo de al menos cien, probablemente doscientas personas), sino también ventajista. Porque Rusia sabe que Occidente carece de un «loco» equivalente a Putin que amenace con provocar un holocausto nuclear si el ejército ruso se mueve un metro más allá de sus fronteras.
Polonia podría ser ese loco. Pero Polonia carece de armas nucleares y, además, la UE ha cometido la inmensa estupidez geopolítica de demonizarla por cuestiones morales irrelevantes y que, por otro lado, habrían acabado decantándose con el tiempo. Polonia es mucho más importante para Occidente como última barrera frente a Rusia que como elemento discordante de ese consenso progresista que considera la autodeterminación de género como un derecho humano irrefutable similar al derecho a la vida.
Rusia disfruta de una segunda ventaja frente a nosotros. La inexistencia en su seno de una quinta columna de traidores dispuestos a darle foco a la propaganda del Kremlin, en parte por escasez de meninges y en parte por odio al viejo Satán estadounidense, con la connivencia de algunos de los principales medios de prensa de este país.
Pero singularmente, con la connivencia de Podemos, de Vox y de los partidos nacionalistas vascos y catalanes, la punta de lanza del discurso prorruso en España y el motivo por el que Pedro Sánchez se equivocará muy gravemente si acude a China fantaseando con la «relevancia internacional» de su persona en vez de siendo consciente de cuál es el verdadero papel que Xi Jinping, que conoce perfectamente sus ambiciones personales para el futuro, le otorga en esta función: el de posible elemento disruptor en la UE por su dependencia demoscópica y parlamentaria de un puñado de medios y de partidos que si no están ya a sueldo del Kremlin, deberían desde luego empezar a pasarle la factura por los servicios prestados.
Agradezco la invitación a China del presidente Xi Jingping en un momento tan trascendental.
Un encuentro para reafirmar nuestras relaciones bilaterales, afianzar la cooperación entre Europa y China ante retos globales y conocer con más detalle su posición sobre Ucrania. pic.twitter.com/JAUhHiAvua
— Pedro Sánchez (@sanchezcastejon) March 24, 2023
Sánchez debería ser consciente, además, de que ningún acuerdo propuesto por China y que no acepte Ucrania tiene la menor posibilidad de prosperar, y que Ucrania no aceptará la más mínima cesión a Rusia mientras tenga a Reino Unido y a Polonia de su lado.
Los españoles sólo podemos esperar que el PSOE, que es un partido de vuelo tan gallináceo como el PP en cuestiones geopolíticas, y que mide su respuesta a amenazas existenciales como la alianza ruso-china en función de su impacto provinciano en las elecciones municipales de turno, sea consciente por una vez de que quien no tiene peso para ganar una guerra sólo lo tiene para hacer que se pierda.
En el primer grupo están Estados Unidos, Reino Unido, Polonia, Rusia y China. En el segundo está España junto a otros actores también irrelevantes como Francia y Alemania. Actores sobredimensionados en España por nuestro eterno complejo de inferioridad histórico, pero cuya relevancia está hoy limitada al papel que puedan jugar como freno de Ucrania. Un papel, por cierto, que están bordando.
Haría bien el PSOE, en fin, en no creerse demasiado eso de la relevancia internacional de Pedro Sánchez. Porque en el gran tablero mundial, Sánchez sólo tiene hoy peso si se equivoca a favor de Rusia. Y China hará todo lo posible para que se equivoque. Porque Xi Jinping sabe cuál es su punto débil. Y lo aprovechará.
Esperen toneladas de fotos de la cumbre.